domingo, 5 de agosto de 2007

Capítulo 5.

Bueno, aquí tenéis. Este capítulo me encanta, y también el sexto. Pero tendréis que esperar otra semana para ése.
...
En fin, ahí va:

CAPÍTULO 5,

que está demasiado lleno de lavado
«LO ÚNICO QUE PUEDO HACER», pensó Sofía, «es demostrar a Howl que soy una limpiadora excelente, que no tengo precio».
Se puso un viejo pañuelo sobre su ralo pelo gris, se arremangó, y ató alrededor de su cintura un viejo mantel como delantal. En realidad, era un alivio saber que sólo tenía que limpiar cuatro habitaciones en lugar de un castillo completo. Cogió un cubo y un trapo, y puso manos a la obra.

—¡¿Qué estás haciendo?! –gritaron Howl y Michael al unísono, horrorizados.

—Limpiar todo esto –dijo Sofía con firmeza–. Este lugar está que da pena.

—¡No lo necesita! –dijo Cálcifer, y Michael murmuró–: Howl te va a echar…

Pero Sofía los ignoró. Levantó nubes de polvo.
Poco después, se oyeron unos golpes que provenían de la puerta. Cálcifer llameó, y gritó: «¡Puerta de Porthaven!», y soltó un ruidoso estornudo que envió chispas moradas volando a través del polvo.
Michael abandonó la mesa donde estaba trabajando y caminó hacia la puerta. Sofía miró a través del polvo que había levantado, y vio que esta vez Michael estaba haciendo girar el pomo sobre la puerta para que la marca azul estuviera apuntando hacia abajo. Entonces abrió la puerta; daba a la calle que se veía por la ventana.
Allí había una niña pequeña.

­—Señor Fisher –dijo ella–. He venido a recoger el hechizo que pidió mi mamá.

­­—Un hechizo de protección para la barca de tu padre, ¿no? –dijo Michael–. ¡Un segundo!

Volvió a la mesa y comenzó a verter algo de polvo de una jarra en un pedazo de papel. Mientras lo hacía, la niña pequeña miró a Sofía con tanta curiosidad como Sofía la miraba a ella. Michael dobló el papel para envolver el polvo y volvió diciendo:

—Toma. Di a tu madre que lo esparza por toda la barca. Aguantará tanto en el puerto como en alta mar, aunque haya tormenta.

La niña tomó el papel y dio a Michael una moneda.

­—¿Ahora el hechicero tiene a una bruja a su servicio? –preguntó.

—No –contestó Michael.

—¿Hablas de mí? –dijo Sofía–. Sí, querida; soy la mejor y más limpia bruja de Ingaria.

Michael cerró la puerta; parecía exasperado.

—Ahora todo el mundo hablará sobre eso en Porthaven –giró el pomo hasta que la parte verde apuntó al suelo–. Seguro que a Howl no le gusta.

Sofía rió bajito; no se arrepentía. Puede que el pañuelo que llevaba le estuviera metiendo ideas en la cabeza. Quizá Howl le permitiría quedarse si todo el mundo pensaba que trabajaba para él. Era un poco raro: de ser joven, Sofía se habría avergonzado de la forma en que se estaba comportando. Como una anciana, no le importaba tanto. Sofía pensó que era un alivio.
Se acercó a fisgonear mientras Michael levantaba una piedra de la chimenea y metía la moneda de la niña bajo ella.

—¿Qué estás haciendo? –le preguntó.

—Cálcifer y yo intentamos guardar dinero aquí –dijo, al parecer sintiéndose algo culpable–. Si no, Howl gasta todo lo que tenemos.

—¡Es un derrochador! –crepitó Cálcifer–. Acabará con el dinero del rey en menos tiempo del que yo tardo en zamparme un leño. No tiene sentido común.

Sofía se puso a salpicar agua desde el fregadero, para que el polvo se asentara. Eso hizo que Cálcifer se alejara de ella tanto como podía. Entonces volvió a pasar la escoba por toda la habitación. Siguió barriendo hacia la puerta, porque quería examinar el pomo cuadrado que tenía encima. El cuarto lado, que aún no había sido utilizado, estaba pintado de negro. Preguntándose a dónde llevaba, Sofía comenzó a quitar las telarañas de las vigas. Michael gruñó, y Cálcifer estornudó de nuevo.
Howl salió del baño precisamente entonces, entre nubes de perfume. Parecía maravillosamente limpio; hasta los adornos de su traje parecían brillar más. Miró alrededor y retrocedió, cubriéndose la cabeza con una manga, hasta que estuvo dentro del baño otra vez.

—¡Para, mujer! –dijo–. ¡Deja en paz a esas pobres arañas!

—Esas telarañas son horribles –declaró Sofía, mientras las hacía caer.

—Entonces quítalas, pero deja las arañas.

«Seguramente tiene alguna clase de retorcida afinidad con ellas», pensó Sofía.

—¡Pero sólo harán más telarañas! –protestó ella.

—Y matarán moscas, y eso me conviene –dijo Howl–. Y ten esa escoba quieta mientras cruzo mi propio cuarto, ¿vale?

Sofía se apoyó en la escoba y observó a Howl cruzar la habitación y coger su guitarra.

—Si la marca roja lleva a Kingsbury y la azul a Porthaven, ¿a dónde te lleva la negra? –inquirió Sofía cuando vio que Howl se disponía a abrir la puerta.

—¡Qué mujer tan fisgona y entrometida! –dijo Howl–. ¡Ésa lleva a mi refugio privado, y no pienso decirte dónde está! –y abrió la puerta, que daba a las colinas.

—¿Cuándo estarás de vuelta? –dijo Michael, algo preocupado.

Howl fingió no oírlo. Dijo a Sofía:

—No mates ni una sola araña mientras estoy fuera.

Cerró la puerta de un portazo. Michael dirigió a Cálcifer una mirada significativa y suspiró. Cálcifer crepitó y soltó una risa malvada.
Ya que nadie le explicaba a dónde había ido Howl, Sofía supuso que se había marchado en busca de jóvenes víctimas, y continuó trabajando con aún más energía. No se atrevió a dañar a ninguna araña. De modo que golpeó las vigas con la escoba, gritando «¡Largo, arañas! ¡Fuera de mi vista!». Las arañas huyeron para salvar sus vidas y las telarañas cayeron al suelo. Entonces, claro, tuvo que barrer el suelo de nuevo. Entonces se arrodilló y lo fregó.

—¡Desearía que no estuvieras haciendo esto! –dijo Michael, que estaba sentado en las escaleras, fuera de su camino, y Cálcifer murmuró, desde el fondo de la chimenea–: Desearía no haber hecho nunca ese pacto contigo.

Pero Sofía siguió fregando con vigor.

—Estaréis mucho más contentos cuando todo esté limpio y agradable –dijo.

—¡Pero es que ahora me lo estoy pasando fatal! –protestó Michael.

Howl no volvió hasta entrada la noche. Para entonces, Sofía había barrido y fregado hasta tal punto que casi no podía moverse. Estaba tirada en la butaca; todo le dolía. Michael agarró a Howl por la manga y lo arrastró hasta el baño: Sofía podía oírlo soltar furiosamente un torrente de quejas. Era posible oír pedazos de frases como «… esa vieja chiflada…» y «¡Se niega a escucharme!», a pesar de que Cálcifer estaba gritando, con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡HOWL, DETÉNLA! ¡NOS VA A MATAR!

Pero todo lo que dijo Howl cuando Michael lo soltó fue:

—¿Has matado alguna araña?

—¡Claro que no! –espetó Sofía; sus dolores habían hecho que se enfureciera–. Corren para salvarse en cuanto me miran. ¿Qué son? ¿Todas esas chicas a las que has robado el corazón?

Howl rió.

—No, sólo simples arañas –dijo, y subió las escaleras bailando.

Michael suspiró. Fue al armario de las escobas, y rebuscó entre los trastos hasta que encontró una vieja cama plegable, un colchón de paja, y algunas alfombras. Lo llevó todo al espacio bajo las escaleras.

—Será mejor que duermas aquí esta noche –dijo a Sofía.

—¿Significa eso que Howl va a dejar que me quede? –preguntó ella.

—¡No lo sé! –dijo Michael, irritado–. Howl nunca se compromete. Viví aquí durante seis meses antes de que pareciera siquiera darse cuenta de que yo existía. Entonces fue y me hizo su aprendiz. Pero creo que una cama será mejor que una butaca.

—Gracias, entonces –dijo Sofía, agradecida.

La cama era, desde luego, más cómoda que la butaca. Y cuando Cálcifer tenía hambre por la noche, a Sofía no le costaba nada levantarse y tenderle otro leño.
Durante los siguientes días, Sofía fregoteó por el castillo. Se lo pasaba bastante bien. Diciéndose que estaba buscando pistas, lavó la ventana, vació de lodo el fregadero, y obligó a Michael a vaciar las estanterías y a descolgar todo lo que había en las vigas para que pudiera limpiarlo todo. La calavera comenzaba a tener el mismo aire de sufrimiento que Michael. La habían cambiado de sitio tantas veces… Entonces obligó a Cálcifer a agacharse para que ella pudiera limpiar la chimenea. Cálcifer odió aquello. Se rió a carcajadas cuando Sofía descubrió que había llenado el suelo de la habitación de hollín y tenía que limpiarlo de nuevo. Ése era el problema de Sofía: tenía energía, pero le faltaba método. Aunque había llegado a una conclusión: no podía limpiar por todo el castillo sin acabar encontrándose con un montón de almas, corazones masticados, o cualquier otra cosa que explicara algo sobre el contrato de Cálcifer. Se le ocurrió que la chimenea, guardada por el demonio, era un buen escondite, pero lo único que halló fue hollín, que acabó en sacos en el patio trasero. El patio era precisamente uno de los lugares en los que más quería buscar.
Cada vez que Howl entraba, Michael y Cálcifer se quejaban de Sofía. Pero Howl no les hacía mucho caso. Tampoco pareció percatarse de que todo estaba más limpio, ni de que la alacena tenía ahora tartas, mermelada, e incluso algo de lechuga.
Porque, como Michael había predicho, todo Porthaven había oído hablar sobre Sofía. La gente se paraba en la puerta para verla. La llamaban «doña bruja» en Porthaven, y «señora hechicera» en Kingsbury. Porque también era conocida en la capital. Aunque la gente que llamaba a la puerta de Kingsbury estaba mejor vestida que la de Porthaven, nadie se atrevía a llamar a la puerta de alguien tan poderoso sin una buena excusa. De modo que Sofía interrumpía constantemente su trabajo para asentir, sonreír, y aceptar un regalo, o convencer a Michael para que pusiera a punto un pequeño sortilegio para alguien. La mayoría de los regalos eran cosas agradables, como dibujos, collares de conchas, o delantales prácticos. Sofía utilizaba los delantales diariamente, y colgaba los collares y dibujos alrededor de su hueco bajo la escalera, que comenzaba a tener un aspecto verdaderamente acogedor.
Sofía sabía que echaría de menos todo esto cuando Howl la echara. Cada vez tenía más miedo de que lo hiciera. Sabía que él no podría ignorarla para siempre.
Lo siguiente que limpió fue el baño. Le llevó días, porque Howl pasaba dentro mucho tiempo. En cuanto se marchaba, dejando el baño lleno de vapor y hechizos perfumados, Sofía entraba.

—¡Ahora veremos qué pasa con ese contrato! –dijo, aunque en realidad estaba más interesada en el estante lleno de paquetes, probetas, y jarras.

Los quitó todos y los puso en el suelo, con el pretexto de limpiar el estante, y pasó casi todo el día inspeccionándolos cuidadosamente para ver si los llamados «PIEL», «OJOS» y «PELO» eran realmente pedazos de muchachas jóvenes. Pero parecían ser sólo cremas, polvos, y tinte. Sofía pensó que, si alguna vez habían sido muchachas, Howl había utilizado en ellas la probeta que rezaba «PARA EL DETERIORO» y las había descompuesto tanto que nadie podría adivinar qué eran. Pero esperaba que sólo hubiera cosméticos en aquellos recipientes.
Lo devolvió todo al estante y lo fregó todo. Aquella noche, mientras se sentaba en la butaca, dolorida, Cálcifer le dijo que ya había tenido que vaciar una fuente termal entera para ella.

—¿Dónde están esos manantiales? –dijo Sofía.

Últimamente, sentía curiosidad por casi todo.

—Normalmente, bajo los pantanos de Porthaven –dijo Cálcifer–. Pero si sigues así, acabaré teniendo que sacar agua caliente de los Páramos. ¿Cuándo vas a dejar de limpiar y averiguar cómo romper mi contrato?

—Oh, bueno… –dijo Sofía–. ¿Cómo puedo sonsacar algo a Howl si casi nunca está aquí? ¿Siempre está fuera tan a menudo?

—Sólo cuando está detrás de una chica –dijo Cálcifer.

Una vez el baño estuvo pulcro y reluciente, Sofía fregó las escaleras y el pequeño rellano que había arriba. Entonces entró en la pequeña habitación de Michael. Pero él, que comenzaba a aceptar a Sofía como un desastre natural inevitable, profirió un grito de horror y corrió escaleras arriba para rescatar sus posesiones más preciadas. Se encontraban en una vieja caja bajo su carcomida y pequeña cama. Cuando se la llevó, Sofía vio una cinta azul y una rosa de azúcar, como las que adornan las tartas, encima de lo que parecían ser cartas.
«¡Conque Michael tiene novia!», pensó ella, mientras abría de par en par la ventana, que también daba a las calles de Porthaven, y sacudía las sábanas fuera del alféizar para airearlas. Teniendo en cuenta lo fisgona que se había vuelto, le sorprendió que no hubiera preguntado inmediatamente a Michael quién era aquella chica y cómo la mantenía a salvo de Howl.
Sacó barriendo tanto polvo y basura que por poco ahogó a Cálcifer intentando quemarlo todo.

—¡Me acabarás matando! –dijo Cálcifer, entre toses–. ¡Eres igual que Howl: no tienes corazón!

Sólo su pelo verde y una parte de su frente azul eran visibles.
Michael metió su preciada caja en el cajón de un armario, y lo cerró con llave.

—¡Ojalá Howl nos escuchara! –dijo–. ¿Por qué le está llevando tanto tiempo esta chica?

Al día siguiente, Sofía quería inspeccionar el patio trasero. Pero en Porthaven estaba lloviendo, y las gotas de lluvia repiqueteaban contra la ventana y la chimenea, haciendo que Cálcifer siseara, irritado. El patio era parte de la casa de Porthaven, de modo que el agua caía a cántaros allí cuando Sofía abrió la puerta. Se tapó la cabeza con el delantal e intentó echar un vistazo a lo que allí había; y, antes de mojarse demasiado, encontró un cubo de cal y una gran brocha. Se lo llevó todo dentro del castillo, y se puso manos a la obra con las paredes. Encontró una vieja escalera de mano en la escobera, y encaló también el techo, entre las vigas. En Porthaven llovió durante los dos días siguientes, aunque cuando Howl entró por la puerta desde las colinas, con la marca verde del pomo apuntando hacia abajo, el tiempo allí era soleado, y podían verse en el suelo, más rápidas aún que el castillo, las sombras de las nubes. Sofía ya había limpiado y encalado su hueco bajo las escaleras, las escaleras mismas, el rellano, y el cuarto de Michael.

—¿Qué ha pasado aquí dentro? –dijo Howl una vez hubo entrado–. Todo está más luminoso.

—Sofía –dijo Michael, en tono cáustico.

—Tendría que haberlo adivinado –dijo Howl, y desapareció en el baño.

—¡Se ha dado cuenta! –susurró Michael a Cálcifer–. ¡Entonces la chica está cediendo por fin!

Aún lloviznaba en Porthaven al día siguiente. Sofía se ató su pañuelo, se arremangó, y se ciñó el delantal. Cogió su trapo, cubo, y jabón; y, en cuanto Howl desapareció por la puerta principal, subió a limpiar la habitación de Howl como un anciano ángel vengador.
Lo había dejado para el final porque temía lo que podría encontrar allí. Ni siquiera se había atrevido a mirar dentro. Sofía, mientras cojeaba escaleras arriba, pensó que eso había sido una estupidez. Ahora estaba claro que Cálcifer se encargaba de la magia más difícil y Michael hacía el trabajo sucio mientras Howl se iba por ahí a cazar muchachas y abusaba de los dos tanto como Fanny había explotado a Sofía. Ella nunca había encontrado a Howl particularmente aterrador, pero ahora no sentía más que desdén.
Llegó al rellano, y encontró a Howl de pie en la puerta. Estaba apoyado en el marco, impidiéndole la entrada.

—Ni hablar –dijo, con un tono agradable–. Me gusta sucio, muchas gracias.

Sofía lo miró, asombrada.

—¿De dónde vienes? ¡Si te había visto salir!

—Eso es lo que quería que vieras –contestó él–. Ya has atormentado a Cálcifer y al pobre Michael, y era obvio que algún día decidirías empezar conmigo. Y, da igual lo que Cálcifer te haya podido decir, yo soy un mago, ¿sabes? ¿O es que no se te había ocurrido que puedo hacer magia?

Esto hizo polvo todas las suposiciones de Sofía. Pero habría muerto antes de admitirlo.

—Todo el mundo sabe que eres un mago, jovencito –dijo con severidad–. Pero eso no cambia el hecho de que este castillo es el lugar más sucio en el que he estado jamás.

Echó una ojeada a la habitación que había tras la larga, azul y plateada manga de Howl. La alfombra estaba torcida y doblada, y parecía un gran nido de pájaro. Pudo ver algunas paredes desconchadas, así como una estantería llena de libros, algunos de ellos muy sospechosos. No había signo alguno de un montón de corazones mordidos, pero seguramente estaban bajo la enorme cama con postes. Sus colgaduras eran grises por el polvo y le impedían ver la ventana.

—Eh. ¡Eh! –dijo Howl, agitando su manga frente a la cara de Sofía–. No seas fisgona.

—¡No estoy siendo fisgona! –protestó Sofía–. ¡Ese cuarto…!

—Sí, sí que eres fisgona –dijo Howl–. Eres una anciana terriblemente fisgona, horriblemente mandona, y espantosamente limpia. Contrólate, nos estás mortificando a todos.

—Pero es una pocilga –dijo Sofía–. ¡No puedo evitar ser como soy!

—Sí que puedes –dijo Howl–. Y me gusta mi cuarto tal y como es. Tienes que admitir que tengo derecho a vivir en una pocilga si quiero. Ahora vete allá abajo y piensa en algo más que puedas hacer. Por favor. Odio discutir.

Sofía no puedo hacer más que cojear escaleras abajo con su cubo. Estaba algo nerviosa, y sorprendida porque Howl no la había echado del castillo. Pero, ya que no lo había hecho, se puso a pensar en cuál era la siguiente cosa que necesitaba hacer de inmediato. Abrió la puerta junto a las escaleras, vio que la lluvia estaba amainando, y salió al patio, donde comenzó a pasearse por las pilas de basura.
Se oyó un estrépito metálico y Howl apareció de nuevo, tambaleándose un poco, sobre la pila de chatarra hacia la que estaba caminando Sofía.

—Aquí tampoco –dijo–. Eres un demonio, ¿eh? Deja este patio en paz. Sé dónde está todo, y y no podré encontrar las cosas que necesito para mis hechizos transportadores si lo ordenas todo.

De modo que había una caja con almas por allí, en alguna parte. Sofía se sentía realmente frustrada.

—¡Estoy aquí precisamente para recoger! –gritó.

—Entonces tendrás que encontrar otro sentido a tu vida –dijo Howl.

Por un momento, pareció que él también fuera a perder el control. Sus extrañamente pálidos ojos estaban clavados en Sofía. Pero consiguió controlarse y dijo:

—Ahora trota ahí dentro, vieja hiperactiva, y encuentra algo con lo que jugar antes de que me enfade. Odio enfadarme.

Sofía se cruzó de brazos. No le gustaba que la mirara con aquellos ojos que parecían canicas de cristal.

—¡Claro que odias enfadarte! –espetó–. No te gusta nada que sea desagradable, ¿no? ¡Eres un cobarde, eso es lo que eres! ¡Te escabulles de cualquier cosa que no te guste!

—Bueno –dijo Howl, forzando una sonrisa–, pues ahora los dos conocemos nuestros fallos. Y ahora entra. Venga. Vamos.

Caminó hacia Sofía, agitando los brazos. Una de sus mangas se enganchó en un pedazo de metal oxidado, y se rompió.

—¡Maldita sea! –dijo Howl–. ¡Mira lo que me has hecho hacer!

—Puedo coserlo –dijo Sofía.

Howl le dirigió otra mirada glacial.

—Hala, otra vez –dijo–. Cómo adoras el servilismo.

Tomó su manga rota cuidadosamente con los dedos, y la acarició. Cuando la tela azul cayó desde sus dedos, no tenía ni un rasguño.

—Ya está –dijo–. ¿Entiendes ahora?

Sofía renqueó hacia la puerta, escarmentada. Parecía claro que los magos no necesitaban trabajar de la manera normal. Howl le había demostrado que realmente era un mago que merecía reconocimiento.

—¿Por qué no me ha echado? –dijo, tanto para Michael como para sí misma.

—Eso escapa a mi comprensión –dijo éste–. Pero creo que se guía por Cálcifer. La mayoría de los que entran aquí no lo ven. O sí lo ven, y les da un infarto.
· · ·
Fin. ¡Hasta la próxima!

domingo, 29 de julio de 2007

Capítulos 3 y 4.

Aquí tenéis dos capítulos. A partir de ahora, debería haber un capítulo cada domingo por la noche.

Ya he leído dos veces Harry Potter and the Deathly Hallows. Y ahora que sé qué es lo que llaman Deathly Hallows, os aseguro que, digan lo que digan en la tele o los periódicos, la traducción correcta del título no es los benditos moribundos ni la santa muerte, ni ninguna chorrada así.

Harry Potter and the Deathly Hallows = Harry Potter y las Reliquias Mortales.

Es que ya sólo faltaba que en alguna revista dijeran que el título es Jarry Póter y al calamar gigante frito que nadaba en la tetera llena de uñas del pie de tu abula materna. Y, aún así, he visto teorías peores, creedme...

Pero bueno, los capítulos esos (recordad que, para cualquier clase de queja os ugerencia, podéis enviarme un correo a kalimotxoconpatatas@yahoo.es):


CAPÍTULO 3,

en el que Sofía entra
en un castillo y en un contrato.
HABÍA UNA GRAN PUERTA NEGRA en la pared que se encontraba frente a Sofía, y ella cojeó hacia allí. El castillo, visto de cerca, parecía aún más feo que antes. Era demasiado alto, y tenía una forma un tanto irregular. Aunque Sofía no podía ver mucho en la oscuridad, observó que estaba construido con grandes bloques negros, que parecían ser de carbón, y que tenían tamaños y formas diferentes. Aire frío parecía salir de los bloques, pero eso no asustó a Sofía. Sólo podía pensar en butacas y chimeneas, y estiró su mano hacia la puerta.
No pudo tocarla. Una especie de pared invisible que se encontraba a unos centímetros de la puerta impedía que se acercara. Sofía la pinchó con el dedo, irritada. Seguía sin poder tocarla. La tanteó con el bastón. La barrera parecía extenderse desde la máxima altura que podía alcanzar con el bastón hasta el brezo que asomaba por debajo de la pared.

—¡Ábrete! –gruñó Sofía.

La pared no le hizo caso.

—Muy bien –dijo Sofía–. Entonces será por la puerta trasera.

Cojeó hacia la esquina izquierda del castillo, porque se encontraba más cerca y el camino era cuesta abajo. La pared invisible la detuvo en cuanto intentó rodear la esquina. Entonces, Sofía dijo una palabra que Marta le había enseñado y que nadie, ni ancianas ni jóvenes, deberían conocer, y se dirigió a zancadas hacia la esquina que estaba a su derecha. Allí no había barrera. Rodeó esa esquina y caminó hacia la puerta negra que había en el centro de aquella pared.
También había una barrera cubriendo aquella puerta. Sofía le dirigió una mirada asesina.

—¡Esto no es lo que yo llamo una bienvenida! –dijo.

Nubes de humo negro salieron de las almenas. Sofía tosió. Ahora estaba furiosa. Era vieja, se sentía débil, tenía frío, y todo le dolía. Ya era casi de noche, y el castillo estaba allí plantado y le lanzaba humo a la cara.

—¡Tendré unas palabras con Howl sobre esto! –dijo, y se dirigió a la próxima esquina.

Allí no había barrera. Parecía evidente que sólo se podía rodear el castillo en el sentido contrario a las agujas del reloj. Allí, en la pared, había una tercera puerta. Ésta era mucho más pequeña, y estaba en mal estado.

—¡Bueno, por fin encuentro la puerta trasera! –exclamó Sofía.

El castillo comenzó a moverse de nuevo. El suelo tembló. La pared se sacudió y crujió, y la puerta comenzó a alejarse de ella hacia un lado.

—¡Oh, no! ¡De eso ni hablar! –gritó Sofía.

Corrió tras ella y la golpeó con fiereza con su bastón.

—¡Ábrete! –gritó.

La puerta se abrió hacia dentro, pero siguió moviéndose de lado. Sofía renqueó y consiguió poner un pie en el umbral. Dio un salto, tropezó, y dio un salto otra vez, mientras los bloques negros crujían y rechinaban. El castillo ganó velocidad mientras descendía por la colina. A Sofía no le extrañaba ya que tuviera una silueta tan torcida. De hecho, era una maravilla que no se cayera a pedazos allí mismo.

—¡Qué manera tan estúpida de tratar a un edificio! –jadeó mientras se dejaba caer dentro.

Tuvo que dejar caer su bastón y agarrarse más a la puerta para evitar que fuera lanzada fuera de un bandazo.
Cuando recuperó la respiración, se percató de que había un chico frente a ella, agarrando la puerta. Ganaba una cabeza a Sofía, pero ella podía ver que era sólo un niño, quizá un año mayor que Marta. Y parecía querer cerrarle la puerta en las narices y dejarla tirada allí fuera, en la oscuridad de la noche, lejos de la habitación de techo bajo, caliente e iluminada, que podía verse tras él.

—¡Ni se te ocurra cerrarme la puerta, chico! –dijo Sofía.

—¡No iba a hacerlo, pero la está manteniendo abierta! –protestó él–. ¿Qué quiere?

Sofía dirigió la vista hacia lo que había tras el chico. De las vigas colgaban muchas cosas que parecían pertenecer a un mago: manojos de hierbas, ristras de ajos, y haces de extrañas raíces. También había cosas que eran definitivamente de un mago: libros de gastadas tapas de cuero, botellas de formas extrañas, y una vieja calavera humana de color pardusco que ostentaba una sonrisa permanente.
En la pared opuesta había una chimenea. Un pequeño fuego ardía en el hogar. Era mucho más pequeño de lo que podía deducirse tras ver el humo que salía de las torres. Aunque era bastante obvio que esto no era más que una pequeña parte del castillo. De todas formas, lo que realmente importaba a Sofía era que el fuego había llegado a ese estado en el que es más bien rosa, con pequeñas llamitas azules brillando en los bordes, y había una silla con un cojín muy cerca, en la posición perfecta para calentarse.
Sofía empujó a un lado al chico y se dejó caer en la silla.

—¡Esto sí que es una fortuna! –dijo, moviéndose para estar más cómoda.

Era una bendición. La silla mantuvo su espalda mientras el fuego aplacaba sus dolores; y pensó que si, en aquél momento, alguien quería echarla de allí, tendría que utilizar magia muy poderosa para hacerlo.
El chico cerró la puerta. Entonces, recogió del suelo el bastón de Sofía, y lo apoyó amablemente en la silla. Ella se dio cuenta de que no había ningún signo de que el castillo estuviera deslizándose por las colinas: ni un solo crujido ahogado. «¡Qué raro!», pensó.

—Di al mago Howl –dijo al chico– que este castillo se va a desmoronar si viaja mucho más.

—Está encantado para mantenerse en pie –respondió él–. Pero me temo que Howl no se encuentra aquí ahora mismo.

Esto, para Sofía, era buenas noticias.

—¿Y cuándo volverá? –preguntó, algo nerviosa.

—Seguramente no hasta mañana… ¿Qué busca? Quizá yo pueda ayudarla: soy el aprendiz de Howl, Michael.

Esto sí que era buenas noticias.

—No, me temo que sólo el mago Howl podría ayudarme –dijo Sofía rápidamente.

Lo más probable es que fuera cierto

—Esperaré, si no te importa.

Estaba claro que a Michael sí le importaba. Merodeó un poco sin saber muy bien qué hacer. Para demostrarle que un simple aprendiz no iba a echarla de ninguna manera, Sofía cerró los ojos y fingió dormir.

—Dile que mi nombre es Sofía… –murmuró–. La vieja Sofía –añadió, por si acaso.

—¡Entonces tendré que esperar toda la noche…! –dijo Michael.

Ya que esto era exactamente lo que Sofía quería, pretendió que no lo oía. De hecho, comenzó a dar cabezadas. Estaba realmente cansada después de caminar durante tanto tiempo. Momentos después, Michael desistió y se fue a continuar el trabajo que estaba realizando en la mesa en la que estaba la lámpara.
De modo que Sofía iba a poder refugiarse durante toda una noche, aunque hubiera tenido que mentir un poco. Ya que Howl era un hombre tan malvado, se merecía que se aprovecharan de él… Aunque Sofía pretendía estar muy lejos de allí cuando él volviera y se quejara. Volvió la cabeza cautelosamente para mirar a Michael. Era sorprendente que fuera un chico tan amable. Después de todo, ella había allanado el castillo de una forma un tanto maleducada, y él no se había quejado, prácticamente. Quizá Howl lo obligaba a comportarse de forma servil. Pero Michael no parecía comportarse como un esclavo. Era un chico alto y moreno, con una cara abierta y agradable, y bien vestido. De hecho, si en aquel momento Sofía no lo hubiera visto verter cuidadosamente líquido verde de un matraz en el polvo negro que contenía una torcida jarra de cristal, seguramente habría pensado que era el hijo de un granjero rico. ¡Qué extraño!
«Bueno, pero las cosas suelen ser raras cuando hay magos de por medio», pensó Sofía. «Y esta cocina, o taller, o lo que sea, es tranquila y acogedora.» Sofía se durmió del todo, y roncó. No despertó cuando hubo una repentina explosión en la mesa, seguida por una palabrota de Michael. No se inmutó cuando, lamiendo sus dedos quemados, Michael guardó el hechizo y sacó pan y queso del armario. No hizo el menor movimiento cuando Michael tropezó con su bastón al caminar hacia la chimenea, tirándolo al suelo con estrépito; ni cuando, tras mirar dentro de su abierta boca, Michael comentó a la chimenea:

—Vaya, tiene la dentadura completa. No es la Bruja del Páramo, ¿no?

—No la habría dejado entrar si lo hubiera sido –replicó la chimenea.

Michael se encogió de hombros y recogió el bastón de Sofía. Luego puso un leño más en el fuego y pudieron oírse sus pasos al subir unas escaleras para irse a la cama.
En mitad de la noche, unos ronquidos despertaron a Sofía. Dio un brinco; luego se percató, irritada, de que el ronquido había sido suyo. Le pareció que sólo había caído dormida durante unos segundos… pero parecía que, en esos segundos, Michael se había esfumado, llevándose la luz con él. Pero era probable que un aprendiz de mago aprendiera a hacer esa clase de cosas en su primera semana. Había dejado el fuego muy bajo. Soltaba molestos chasquidos y siseos. Una fría corriente de aire congelaba su espalda. Sofía recordó que estaba en el castillo de un mago, y también que había un cráneo humano en una mesa tras ella.
Se estremeció, y volvió su agarrotado cuello hacia todas las direcciones, pero alrededor de ella no había más que oscuridad.

—¿Qué tal un poco más de luz, eh? –murmuró.

Los crujidos de su voz se asemejaban al crepitar del fuego. Sofía estaba sorprendida: había esperado que el eco resonara por el castillo. Había una cesta con leña junto a ella. Estiró un brazo entre crujidos y lanzó un leño al fuego, que envió chispas verdes y azules chimenea arriba. Puso otro leño y se volvió a sentar, no sin antes dirigir una mirada nerviosa a su espalda, a la calavera en cuya superficie ocre bailaban destellos azules y violáceos provenientes del fuego. El cuarto era muy pequeño, y los únicos en él eran Sofía y la calavera.

—Él tiene ambos pies en la tumba, y yo sólo tengo uno –se consoló.

Continuó mirando el fuego, cuyas llamas eran ahora azules y verdes.

—Debe de ser porque hay sales en la madera –murmuró.

Se acomodó en el sillón, colocó sus nudosos pies en el guardafuego su cabeza una esquina del respaldo, y se quedó mirando las llamas de colores, pensando en lo que haría al día siguiente. Se distrajo un poco porque empezó a imaginar una cara en las llamas.

—Sería una cara delgada y azul… –murmuró–. Muy larga y delgada, con una nariz también azul… Y esas llamaradas verdes y rizadas ahí encima son tu pelo, seguro… ¿Qué pasaría si me quedara aquí hasta que Howl volviera? Los magos pueden quitar maldiciones, supongo. Y esas llamas moradas que están ahí abajo son tu boca… oye, tienes unos dientes muy afilados Y tienes dos mechones de fuego verde como cejas…

Curiosamente, las únicas llamas naranjas del fuego estaban bajo las cejas verdes, y Sofía imaginó que los dos destellos violetas en sus centros estaban mirándola, como las pupilas de unos ojos…

—… Por otra parte –continuó Sofía–, se comería mi corazón en cuanto me hubiera quitado el maleficio…

—¿Y no quieres que nadie se coma tu corazón? –le preguntó el fuego.

Sin lugar a dudas, era el fuego quien había hablado. Sofía podía ver su boca morada moverse mientras las palabras salían de ella. Su voz era tan ronca como la de Sofía, era parecida al crepitar y sisear de la madera quemándose.

—Claro que no –contestó Sofía–. ¿Qué eres tú?

—Un demonio del fuego –contestó la boca morada.

Había un ligero tono de queja en su voz.

—Estoy atado a este fogón por un pacto. No puedo moverme de este lugar… –entonces, su voz recuperó el tono abrupto y los crujidos–. ¿Y tú que eres? –preguntó–. Parece que estás bajo un maleficio.

Esto sacó por completo a Sofía de su estado de duermevela.

—¡Lo puedes ver! –exclamó, excitada–. ¿Podrías deshacerlo?

Hubo un momento de silencio mientras los ojos naranjas que flameaban en la cara azul del demonio recorrían a Sofía con la mirada.

—Es un hechizo poderoso… –dijo–. Se parece a los de la Bruja del Páramo, en mi opinión.

—Lo es –dijo Sofía.

—Pero parece más que eso… –crujió el demonio–. Detecto dos capas. Y, claro, no serás capaz de hablar sobre él a nadie, a menos que ya lo sepan… –se quedó mirando a Sofía durante un momento–. Tendré que estudiarlo.

—¿Y cuándo tardarás?

—Un tiempo… –dijo el demonio.

Y añadió, ondeando de forma persuasiva:

—¿Y si haces un pacto conmigo? Romperé tu maleficio si rompes el contrato en el que estoy metido.

Sofía miró con cautela a la cara delgada y azul del demonio. Tenía una mirada astuta mientras hacía la propuesta. Todo lo que había leído sobre pactar con demonios demostraba que era muy peligroso. Y éste parecía especialmente malvado. Aquellos dientes morados…

—¿Estás siendo completamente honesto? –dijo Sofía.

—No del todo –admitió el demonio–. ¿Pero de verdad querés quedarte así hasta que mueras? Esa maldición ha acortado tu vida unos sesenta años, creo yo.

Este pensamiento no era agradable, y Sofía había intentado apartarlo de su mente hasta ahora. Pero era algo a tener en cuenta.

—Ese contrato del que formas parte… –dijo–, es con el mago Howl, ¿no?

—Sí, claro –dijo el demonio. Su voz adoptó de nuevo el tono quejumbroso–. Estoy atado a esta chimenea y no puedo alejarme más que unos pocos centímetros. Me obligan a hacer casi toda la magia que necesiten. Tengo que mantener el castillo en pie, y moverlo, y hacer todos los efectos especiales que asusten a la gente, y cualquier otra cosa que Howl quiera. No tiene corazón, ¿sabes?

Sofía no necesitaba que le recordaran que Howl era despiadado. Aunque, por otra parte, era probable que el demonio fuese aún más retorcido.

—¿Ganas algo con este contrato? –le preguntó Sofía.

—No lo habría firmado si no me beneficiara –dijo el demonio, llameando tristemente–. Pero no lo habría hecho si hubiera sabido cómo iba a ser… Estoy siendo explotado.

A pesar de que intentaba actuar con cautela, Sofía no pudo evitar que el demonio le diera pena. Pensó en sí misma, cosiendo sombreros mientras Fanny se iba de juerga por ahí.

—Vale, está bien –dijo–. ¿Cuáles son las condiciones del contrato? ¿Cómo lo rompo?

Una sonrisa morada se extendió por la cara azul del demonio.

—Entonces, ¿hacemos el pacto?

—Sí, si rompes mi maldición –contestó Sofía, sintiendo que acababa de decir algo fatal.

—¡Hecho! –gritó el demonio del fuego, y su cara ondeó alegremente chimenea arriba–. ¡Romperé tu hechizo en el mismo instante en que rompas mi contrato!

—Entonces dime cómo lo tengo que hacer –dijo Sofía.

Los ojos naranjas se quedaron fijos en ella durante un momento, y luego miró hacia otro lado.

—No puedo. Una parte del contrato es que ni Howl ni yo podemos explicar a nadie la cláusula principal.

Sofía se dio cuenta de que había sido engañada. Abrió la boca para decir al demonio que podía quedarse en aquella chimenea hasta que llegara el fin del mundo.
El demonio vio cuáles eran sus intenciones.

—¡Espera! ¡Para y piénsalo! –crujió–. Podrás averiguarlo si prestas atención. Te rugo que lo intentes. Ese contrato no está haciendo ningún bien a ninguno de nosotros. ¡Y yo cumplo mi palabra! El hecho de que esté aquí esclavizado lo prueba, ¿no?

Estaba siendo sincero, y se inclinaba sobre sus troncos agitadamente. Sofía volvió a sentir compasión por él.

—Pero si tengo que prestar atención y todo eso, tendré que quedarme a vivir aquí, en el castillo de Howl… –objetó.

—Sólo por un mes o así. Recuerda, yo también tengo que estudiar tu maleficio –dijo el demonio del fuego.

—¿Pero qué clase de excusa podría dar para eso? –preguntó Sofía.

—Ya pensaremos en una. A Howl se le da mal hacer un montón de cosas. De hecho –continuó el demonio, siseando con la lengua–, suele estar pensando en sí mismo tanto que no ve lo que ocurre bajo sus narices. Podemos engañarlo… si decides quedarte.

—Bien –dijo Sofía–, pues me quedaré. Ahora encuentra una excusa.

Se puso cómoda en la butaca mientras el demonio del fuego pensaba. Hablaba consigo mismo, emitiendo un murmullo crujiente y chispeante que recordó a Sofía cómo ella había hablado a su bastón mientras caminaba, y flameaba con tanta energía que Sofía empezó a dormirse de nuevo. Le pareció que el demonio hacía varias sugerencias. Más tarde, recordaría haber negado con la cabeza cuando el demonio pensó que podía fingir ser una tía abuela de Howl que éste nunca había conocido, y recordaría también un par más de ideas que eran aún más ridículas. Al final, el demonio empezó a cantar, susurrando, una canción preciosa. Era como una nana, y la letra no estaba en ningún lenguaje que Sofía conociera, o al menos eso pensó hasta que oyó claramente la palabra «sartén» varias veces.
Sofía se durmió profundamente, aunque con la sospecha de que estaba siendo embrujada. Pero no se preocupó mucho. Pronto estaría libre de la maldición…
CAPÍTULO 4,

en el que Sofía descubre
cosas muy raras.
CUANDO SOFÍA DESPERTÓ, la luz del sol le daba de lleno en la cara. Ya que no recordaba que hubiera ventanas en el castillo, lo primero que pensó fue que se había quedado dormida mientras cosía, en casa. Del fuego frente a ella sólo quedaba un puñado de carbón rosáceo y ceniza blanca, y eso la convenció de haber soñado que había un demonio del fuego. Pero sus primeros movimientos le indicaron que había algo que no había soñado. Todo su cuerpo estaba agarrotado y crujía.

—¡Au! –exclamó–. ¡Me duele todo!

La voz que dijo eso era débil y ronca. Palpó su cara con sus manos huesudas, y sintió sus arrugas. Entonces, descubrió que había pasado todo el día anterior en estado de shock. Estaba enfadada con la Bruja del Páramo por hacerle algo así, muy enfadada; estaba enormemente furiosa.

—¡Irrumpiendo en tiendas y volviendo vieja a la gente! –gritó–. Oh, ¡qué no le haría yo ahora mismo!

Su mal humor la hizo saltar de la butaca en una salva de chasquidos y crujidos y renquear hacia la inesperada ventana. Se encontraba sobre la mesa. Para su asombro, la vista desde la ventana era la de un pueblo junto al mar. Podía ver una calle inclinada, sin pavimentar, rodeada de pequeñas casas de aspecto pobre, y había mástiles asomando por detrás de los tejados. Tras ellos, vislumbró el mar, algo que no había visto en su vida.

—¿Pero dónde diablos estoy? –preguntó Sofía a la calavera en la mesa–. ¡No espero que me contestes, amigo! –añadió, al recordar que estaba en el castillo de un mago, y siguió echando una ojeada a la habitación.

Era un cuarto bastante pequeño, con grandes vigas negras en el techo. Visto a la luz del sol, se veía que estaba terriblemente sucio. Las piedras del suelo estaban manchadas y grasientas, había ceniza apilada en el guardafuego y las telarañas pendían del techo como enormes goterones de polvo. La calavera estaba cubierta de polvo. Sofía lo quitó mientras iba a mirar el fregadero próximo a la mesa. Sintió un escalofrío al ver el barro gris rosáceo que lo llenaba, y el líquido blanco que goteaba del grifo sobre el fregadero. Parecía obvio que a Howl no le importaba que sus sirvientes vivieran en la miseria.
El resto del castillo tenía que estar tras alguna de las cuatro puertas pequeñas y negras que había en la habitación. Sofía abrió la más cercana, la que estaba en la pared tras la mesa. Daba a un enorme cuarto de baño. Por un lado, era un baño que normalmente sólo se encontraría en un palacio, lleno de lujos como un inodoro privado, una ducha con cortina, una gigantesca bañera con patas en forma de garra, y espejos en todas las paredes. Por otro lado, estaba aún más sucio que la habitación anterior. Sofía hizo una mueca de dolor cuando miró el inodoro, se estremeció al ver el color de la bañera, retrocedió al ver que crecían algas en la ducha, y evitó mirarse en los espejos, en los que había salpicadas gotas de sustancias desconocidas.
Las sustancias desconocidas estaban alineadas en un enorme estante sobre la bañera. Estaban en jarros, cajas, tubos, y cientos de paquetitos marrones y bolsas de papel. La mayor jarra tenía una etiqueta. En ella estaba escrito «POLVO SECADOR» con letra torcida. Cogió un paquete al azar. Tenía escrito «PIEL», y lo dejó sobre el estante de inmediato. Otra jarra decía «OJOS», con la misma letra. Una probeta tenía escrito «PARA EL DETERIORO».

—Parece que funciona –murmuró Sofía, estremeciéndose al mirar dentro del lavabo.

El agua cayó en el lavabo como una cascada cuando giró un pomo verde-azulado, que quizá había sido de metal años atrás, y el lavabo pareció limpiarse y tener un aspecto algo más decente. Sofía lavó sus manos en el agua, intentando no tocar el lavabo, pero no se atrevió a usar el POLVO SECADOR después. Secó las manos en su falda y se dirigió a la siguiente puerta.
Tras esta había una escalera cuyos peldaños eran desvencijados tablones de madera. Sofía oyó a alguien haciendo ruido allí arriba y cerró la puerta rápidamente. De todas maneras, las escaleras parecían llevar sólo a alguna clase de desván. Se dirigió hacia la siguiente puerta. Para ahora se movía perfectamente. Aunque vieja, estaba en buen estado de salud, como había descubierto el día anterior.
La tercera puerta daba a un pequeño patio trasero con altas paredes de ladrillo. En él había una pila de leños y, apilados casi hasta el final de la pared, montones de lo que parecía chatarra, ruedas, cubos, planchas de metal y cables. Sofía cerró también esta puerta, intrigada, porque lo que acababa de ver no parecía encajar con el castillo. Las paredes acababan en el cielo. Lo único que se le ocurrió fue que estaba en el lado del castillo que no había podido ver el día anterior por culpa de la barrera invisible.
Abrió la cuarta y última puerta, y resultó que era simplemente una escobera. Dos capas de terciopelo colgaban de las escobas. Sofía la volvió a cerrar, despacio. La única otra puerta era aquella por la que había entrado la noche anterior. Caminó hasta ella y la abrió cautelosamente.
Se quedó mirando durante un momento las colinas que se movían y el brezo que se deslizaba por debajo de la puerta y se alejaba de ella, sintiendo el viento mover su pelo ralo y escuchando los temblores y chirridos de los grandes bloques de piedra mientras el castillo se movía. Entonces, cerró la puerta y fue a la ventana. Allí estaba el pueblo portuario otra vez. No era una pintura; una mujer había abierto la puerta de una casa frente a la ventana y estaba sacando el polvo a la calle con una escoba. Tras esa casa, una vela gris subía por un mástil, asustando a unas gaviotas que salieron volando y se quedaron allí, en el aire, trazando círculos sobre el mar reluciente.

—No lo entiendo… –dijo Sofía a la calavera.

Entonces, ya que el fuego parecía estar a punto de apagarse, puso un par de leños encima y aprovechó para quitar parte de la ceniza.
Unas llamas verdes reptaron entre los troncos, pequeñas y ondulantes, y se transformaron en una cara larga y azul con pelo verde flameante.

—¡Buenos días! –saludó el demonio del fuego–. ¡No olvides que tenemos un pacto!

Así que no había sido un sueño. Sofía no solía llorar, pero se quedó sentada en la butaca durante un rato, mirando al demonio del fuego, y ni siquiera prestó atención a los sonidos que hizo Michael al levantarse hasta que se percató de que estaba de pie al lado de ella, con expresión avergonzada pero algo exasperada.

—Con que aún está aquí –dijo–. ¿Pero qué quiere?

Sofía sorbió por la nariz.

—Soy vieja… –comenzó.

Pero sucedió tal y como la Bruja había dicho y el demonio había adivinado.

—Bueno, eso acaba pasándonos a todos –dijo Michael alegremente–. ¿Quiere algo para desayunar?

Sofía se dio cuenta de que realmente era una anciana en plena forma. Tras haber comido sólo pan con queso la noche anterior, estaba hambrienta.

—¡Sí! –dijo, y cuando Michael se dirigió a la alacena en la pared, estiró el cuello para ver, por encima de su hombro, qué había para comer.

—Me temo que sólo hay pan con queso –dijo Michael.

—¡Pero si ahí hay una cesta con huevos! –dijo Sofía–. ¿Y eso no es panceta? ¿Y qué tal una bebida caliente? ¿Dónde está la tetera?

—No hay –contestó Michael–. Howl es el único que puede cocinar.

—¡Yo puedo cocinar! –dijo Sofía–. Desengancha esa sartén y te enseñaré.

Intentó alcanzar la gran sartén negra que pendía de la pared de la alacena, pero Michael se lo intentó impedir.

—No es eso –dijo Michael–. Es Cálcifer, el demonio del fuego. No permitirá que nadie más que Howl cocine en su cabeza.

Sofía se dio la vuelta y miró al demonio del fuego. El la miró con una expresión maligna.

—¡Me niego a que abusen de mí! –dijo.

—¿Quieres decir –dijo Sofía, mirando a Michael– que no podéis ni beber algo caliente si Howl no está aquí?

Michael asintió, avergonzado.

—¡Entonces es de ti de quién están abusando! –dijo Sofía–. ¡Dame eso!

Arrancó la sartén de la suspicaz mano de Michael, vertió panceta dentro, metió una práctica cuchara de madera en la cesta de huevos, y caminó hacia la chimenea con todo ello.

—Y ahora, Cálcifer –dijo–; déjate de tonterías y agacha la cabeza.

—¡No puedes obligarme! –espetó el demonio de fuego.

—¡Oh, sí que puedo! –gritó Sofía, con la ferocidad que, muchas veces, había detenido a sus hermanas en medio de una pelea–. Si no lo haces, te echaré agua. O tomaré los atizadores y te quitaré los dos troncos –añadió mientras de ponía de cuclillas frente a la chimenea, y susurró–: O puedo olvidar nuestro pacto o hablar a Howl sobre él, ¿no?

—¡Oh, maldición! –escupió Cálcifer–. ¿Por qué la dejaste entrar, Michael?

Triste, agachó la cabeza hasta que todo lo que podía verse de él era un círculo de llamas verdes bailando en los troncos.

—Muchas gracias –dijo Sofía, y colocó la pesada sartén encima mismo del círculo de llamas para asegurarse de que Cálcifer no se levantara de repente.

—Espero que se te queme la panceta… –murmuró Cálcifer, su voz ahogada por la sartén.

Sofía puso las rodajas de panceta en la sartén. Estaba caliente. La panceta siseó, y Sofía tuvo que envolver su mano con la falda para poder agarrar el mango. La puerta se abrió, pero Sofía no lo oyó a causa del siseo de la panceta.

—No seas tonto –estaba diciendo a Cálcifer–. Y quédate quieto, que voy a echar los huevos.

—Oh; hola, Howl –dijo Michael, impotente.

Sofía se dio la vuelta al oír aquello, rápidamente. Se quedó paralizada. El joven alto que vestía un traje azul y plateado que acababa de entrar estaba dejando una guitarra apoyada en la esquina, pero se detuvo al verla. Apartó su hermoso pelo de sus extraños ojos verdes, que parecían de cristal, y también se quedó mirando. Su cara larga y angulosa estaba perpleja.

—¿Quién demonios eres? –dijo Howl–. ¿Dónde te he visto yo antes?

—Soy una completa desconocida –mintió Sofía con firmeza.

A fin de cuentas, Howl sólo la había conocido durante el tiempo suficiente para llamarla «pequeño ratón», de modo que era casi cierto. Debería haber estado agradecida por haber escapado aquella vez, supuso, aunque lo único que podía pensar entonces era «¡Madre mía! ¡Será cruel y malvado, pero Howl sólo es un chico de veinte años!». Mientras daba la vuelta a la panceta en la sartén, pensó en lo diferente que era ser vieja. Y habría muerto antes de permitir que aquel chico arrogante supiera que ella era la chica que había conocido en el Primero de Mayo. Todo aquello sobre comer corazones y almas no tenía nada que ver; Howl simplemente no lo sabría.

—Dice que su nombre es Sofía –dijo Michael–. Vino ayer por la noche.

—¿Cómo ha conseguido que Cálcifer se agache? –preguntó Howl.

—¡Se ha metido conmigo! –dijo Cálcifer, triste, desde debajo de la sartén.

—Vaya, no muchos pueden hacerlo… –dijo Howl, pensativo.

Dejó la guitarra en la esquina y se acercó a la chimenea. El olor a jacintos se mezcló con el de la panceta cuando se acercó y apartó a Sofía con firmeza.

—A Cálcifer no le gusta que nadie, aparte de mí, cocine en su cabeza –dijo, poniéndose de rodillas y envolviendo su mano en una larga manga para sostener el mango–. Pásame dos rodajas más de panceta, y seis huevos, y dime por qué has venido.

Sofía se quedó con la mirada fija en la gema que colgaba de la oreja de Howl, y le fue pasando un huevo tras otro.

—¿Por qué he venido, joven? –repitió.

Después de lo que había visto del castillo, le parecía obvio.

—He venido porque soy tu nueva mujer de la limpieza.

—Ah, ¿lo eres? –dijo Howl, rompiendo los huevos en el borde de la sartén y lanzando las cáscaras a la chimenea una detrás de otra, donde Cálcifer las engullía haciendo mucho ruido–. ¿Y quién dice que lo eres?

—Yo lo digo–dijo Sofía, y añadió–: Puedo limpiar la suciedad de este lugar aunque no pueda limpiarte a ti de tu maldad, joven.

—¡Howl no es malvado! –dijo Michael.

—Sí lo soy –lo contradijo Howl–. Ahora mismo estoy siendo terriblemente cruel y retorcido –se volvió hacia Sofía–. Si tienes tantas ganas de ser útil, buena mujer, busca algunos cubiertos y quita las cosas de la mesa.

Había taburetes bajo la mesa. Michael estaba sacándolos para que pudieran sentarse y apartando todas las cosas que había encima de la mesa, y poniendo sobre ella algunos cuchillos y tenedores que había sacado de un cajón que había en uno de sus lados. Sofía fue a ayudarlo. No había esperado que Howl le diera la bienvenida, pero ni siquiera le había dicho que podía quedarse tras el desayuno. Ya que Michael no parecía necesitar ayuda, Sofía cojeó hacia su bastón y lo dejó, intentando que Howl lo viera, en el armario de las escobas. Ya que eso no pareció atraer la atención de Howl, dijo:

—Si quieres, me puedes contratar por un mes, de prueba.

El mago Howl no dijo nada más que: «Michael; platos, por favor», y se levantó sosteniendo en sus manos la sartén humeante. Cálcifer se levantó, aliviado, y llameó tan alto como pudo.
Sofía intentó convencer al mago de nuevo:

—Si voy a quedarme aquí a limpiar –dijo–, me gustaría saber dónde está el resto del castillo. Sólo he podido encontrar esta habitación y el baño.

Para su sorpresa, tanto Howl como Michael comenzaron a reír a carcajadas.
Sofía no descubrió qué era lo que les había hecho gracia hasta que casi hubieron terminado el desayuno. Howl no sólo era difícil de convencer; parecía que no le gustaba contestar ninguna pregunta. Sofía dejó de preguntarle y lo intentó con Michael.

—Díselo –dijo Howl–. Así dejará de darme la tabarra.

—No hay más castillo –dijo Michael–, excepto lo que ya has visto y dos dormitorios en el piso de arriba.

—¿Qué? –exclamó Sofía.

Howl y Michael rieron de nuevo.

—Howl y Cálcifer inventaron el castillo –explicó Michael–, y Cálcifer lo hace funcionar. Lo que hay dentro es simplemente la vieja casa de Howl en Porthaven, y es la única parte que existe de verdad.

—¡Pero si Porthaven está a kilómetros de aquí, junto al mar! –dijo Sofía–. ¡¿Pero entonces qué pretendes teniendo este castillo enorme y feo deambulando por las colinas y asustando a los habitantes de Mercado Desportillado?!

Howl se encogió de hombros.

—Qué charlatana eres –dijo–. Me encuentro en un momento de mi carrera en el que tengo que impresionar a todo el mundo con mi poder y maldad. No puedo permitir que el rey piense bien de mí. Y el año pasado ofendí a una persona muy poderosa y tengo que alejarme de ella.

Parecía una forma un tanto curiosa de evitar a alguien, pero Sofía supuso que los magos eran bastante diferentes a la gente normal. Y pronto descubrió que el castillo tenía otras peculiaridades. Habían terminado de comer y Michael estaba dejando los platos en el asqueroso fregadero cuando alguien llamó a la puerta.
Cálcifer llameó.

—¡Puerta de Kingsbury! –gritó.

Howl, que estaba caminando hacia el baño, dio la vuelta y fue hacia la puerta. Había un pomo cuadrado de madera sobre la puerta, en el dintel, con una marca de pintura en cada uno de sus cuatro lados. En aquél momento, el lado verde estaba apuntando hacia abajo, pero Howl giró el pomo de la puerta hasta que la marca roja apuntara hacia abajo. Entonces, abrió la puerta.
Fuera estaba de pie un hombre que llevaba una peluca blanca y rígida y un enorme sombrero encima. Vestía ropajes de color escarlata, morado y dorado, y sostenía un pequeño bastón decorado con cintas que parecía un sonajero gigante. Hizo una reverencia. La habitación comenzó a oler a clavo y azahar.

—Su Majestad el Rey presenta sus cumplidos y envía pago por dos mil pares de botas de siete leguas –dijo el hombre.

Tras él, Sofía vio fugazmente un carruaje aguardando en una calle llena de casas suntuosas cubiertas de adornos, y torres y capiteles tras ellas, de un esplendor que nunca había imaginado. Cuando el hombre entregara una gran bolsa que hacía ruidos metálicos a Howl, y éste la tomó, se inclinó y cerró la puerta, Sofía deseó que hubieran tardado más. Howl giró el pomo hasta que la marca verde estuvo apuntando hacia abajo, y se metió la bolsa en el bolsillo. Sofía vio que Michael seguía la bolsa con los ojos, preocupado.
Howl fue directamente al baño, y gritó: «¡Cálcifer, necesito agua caliente!» Tras eso, no salió hasta horas más tarde.
Sofía no podía aguantar más.

—¿Quién era el que estaba en esa puerta? –preguntó a Michael–. ¿Y a dónde daba?

—La puerta lleva a Kingsbury –dijo Michael–, donde vive el rey… –y añadió, mirando a Cálcifer con preocupación–: Y ojalá no hubiera dado todo ese dinero a Howl.

—¿Va Howl a dejar que me quede? –inquirió Sofía.

—Si lo has convencido, no lo admitirá jamás –contestó Michael–. Odia que lo convenzan para que haga algo.
· · ·
Bueno, se acabó. A ver si traduzco el índice para la próxima vez.
Los dos capítulos siguientes son igual mis favoritos. Y, después de ellos, la historia comienza a diferenciarse de la película.
¡Hasta la próxima!

miércoles, 27 de junio de 2007

¡La cosa se pone en marcha~!

¡Por fin, el segundo capítulo! ¡Yuju~!

Me ha llevado dos tardes enteras, pero ahora que estoy de vacaciones podréis leer un capítulo por semana... o, a veces, puede que cada cinco días. Depende de la longitud del capítulo en cuestión, y de la pereza que me invada en ese momento.

Muchas gracias por todos los comentarios. Son lo que hace que me den ganas de levantarme del sillón, y... esto... volver a sentarme, y traducir.

Ah, otra cosa: haced toda la publicidad que podáis. Estoy haciendo esto para los miles de fans que quieren leer el libro pero no pueden encontrarlo, y también para los cuatro gatos... quiero decir, para los... um... numerosos dueños del libro publicado: otra traducción, de (ejem) inferior calidad, que por reveses del destino fue publicada. De modo que aseguraos de que otros posibles lectores la lean. Cuanta más gente entre en esta página, antes aparecerá cuando alguien busque una traducción de Howl's Moving Castle en Google, y así más gente la visitará, y entraremos en un círculo vicioso del que sólo los olifantes ardientes podrán sacarnos cuando invadan la Tierra (um... no, no hagáis preguntas).


NOTA: Se me había olvidado decir algo. Séfora, en los comentarios, me preguntó si haría algo así con el séptimo libro de Harry Potter, cuyo título es Harry Potter and the Deathly Hallows(Harry Potter y las reliquias mortales). Y he pensado en traducir un par de capítulos. Recordáis que, en El misterio del príncipe, había dos capítulos, uno sobre el ministro y otro sobre Snape, antes de que la acción se centrara en Harry? Bueno, pues traduciré un capítulo o dos, es decir: si hay alguno de “introducción”, lo traduciré, y traduciré el primer capítulo sobre Harry. Si no hay ningun capítulo introductorio, traduciré los dos primeros. Pero algo traduciré. Recordad que el libro en inglés saldrá el día 21 del próximo mes, Julio. Faltan 30 días. Vamos, que en unos cuarenta podréis leer el primer capítulo. Intentaré compaginar la traducción de Las reliquias mortales con la de El castillo ambulante. Si tenéis algún comentario, sugerencia, o queja que hacer, decidlo en los comentarios o en mi dirección de correo electrónico: kalimotxoconpatatas@yahoo.es

Gracias.


Pero bueno, ahora: ¡SEGUNDO CAPÍTULO!







CAPÍTULO 2,

en el que Sofía se ve forzada a
salir a buscar fortuna
—¿QUÉ?

Sofía miraba a la chica que estaba sentada en el taburete, frente a ella. Era igual que Letty. Llevaba puesto su segundo mejor vestido azul, de un color intenso que le quedaba de maravilla. Tenía el pelo oscuro de Letty, y sus ojos azules.

—Que soy Marta –dijo su hermana–. ¿A quién atrapaste una vez haciendo pedazos las bragas de Letty? Yo, desde luego, no se lo dije. ¿Lo hiciste tú?

—No –musitó Sofía, bastante perpleja. Ahora se notaba que era Marta. Tenía esa forma peculiar de ladear la cabeza, como Marta, y también ponía los brazos alrededor de sus piernas mientras jugueteaba con sus pulgares, igual que Marta.

—Pero, ¿por qué?

—Me asustaba mucho que vinieras a verme –dijo Marta–, porque sabía que tendría que decírtelo. Es un alivio haberlo hecho ya. Prométeme que no se lo contarás a nadie. Sé que no lo harás si lo prometes. Eres tan honorable…

—Lo prometo –contestó Sofía–. ¿Pero por qué? ¿Y cómo?

—Letty y yo lo decidimos –dijo Marta, jugando con sus pulgares–, porque Letty quería aprender a hacer magia, y yo no. Letty tiene cerebro, y quiere un futuro en el que pueda usarlo. ¡Pero sólo intenta decir eso a Mamá! ¡Está demasiado celosa de Letty como para admitir siquiera que tiene cerebro!

Sofía no podía creer que Fanny fuese así, pero lo dejó pasar.

—Pero… ¿Y tú…?

—Cómete la tarta. Está buenísima –dijo Marta–. Verás, yo también puedo ser inteligente. Encontrar el hechizo que estamos usando sólo me llevó dos semanas en casa de la señora Fairfax. Me despertaba por las noches, y leía sus libros en secreto… y fue bastante fácil, la verdad. Entonces pedí a la señora Fairfax permiso para visitar a mi familia, y dijo que sí. Es un encanto, pensó que sentía nostalgia. Así que tomé el hechizo y vine aquí, y Letty se fue pretendiendo ser yo. Lo difícil fue la primera semana, cuando no sabía todas las cosas que se suponía que sabía. Fue espantoso. Pero descubrí que gusto a la gente (lo hacen, la verdad, siempre que a ti te gusten), y entonces todo fue sobre ruedas. Y la señora Fairfax no ha expulsado a Letty, ¡así que supongo que se las ha arreglado también!

Sofía siguió masticando aquella tarta, que en realidad no estaba saboreando.

—Pero, ¿por qué quisiste hacer esto?

Marta se balanceó en su taburete, sonriendo todo lo que la boca de Letty le permitía.

—¡Quiero casarme y tener diez hijos!

—¡No tienes la edad suficiente!

—No, aún no –asintió Marta–. Pero ya ves, ¡tengo que empezar lo antes posible si quiero poder mantener diez niños! Y así tengo más tiempo para esperar a ver si gusto a la persona que quiero por ser yo misma. El hechizo se desvanecerá con el tiempo, y cada vez me pareceré más a mí yo original.

Sofía estaba tan asombrada que se terminó la tarta sin siquiera percatarse de qué clase era.

—¿Y por qué diez hijos?

—¡Porque quiero diez! –contestó Marta.

—¡No tenía ni idea!

—Bueno, no parecía conveniente decírtelo cuando estabas tan ocupada apoyando a Mamá sobre lo de ir a buscar fortuna –dijo Marta–. Pensabas que Mamá realmente me quería apoyar. Hasta que Papá murió y vi que sólo intentaba librarse de nosotras, enviando a Letty a algún lugar donde se case y haciendo que yo me fuera lo más lejos posible. Estaba tan enfadada que pensé «¿Por qué no?». Y hablé con Letty, y también estaba furiosa, y lo arreglamos todo. Pero nos sentimos mal por ti. Eres demasiado agradable e inteligente como para estar atascada en esa sombrerería para el resto de tu vida. Hablamos sobre ello también, pero no sabíamos que hacer…

—¡Estoy bien! –protestó Sofía–. Sólo un poco aburrida.

—¿Bien? –exclamó Marta–. ¡Bonita forma de demostrar que estás bien, no viniendo a visitarme en meses, y apareciendo entonces en un espantoso vestido gris, comportándote como si incluso yo te asustara! ¡¿Pero qué te ha hecho Mamá?!

—Nada… --dijo Sofía con incomodidad–. Hemos estado muy ocupadas. No deberías hablar sobre Fanny de esa manera, Marta. A fin de cuentas, es tu madre.

—Sí, y me parezco a ella lo suficiente como para entenderla –replicó Marta–. Por eso intentó enviarme tan lejos… o al menos lo intentó. Mamá sabe que no hace falta ser desagradable con alguien para explotarlo. Ella sabe que eres tan laboriosa. Sabe que tienes ese complejo de ser un fracaso sólo por ser la mayor. Te ha manejado perfectamente, y ahora estás trabajando como una negra para ella. Seguro que no te paga.

—¡Aún soy una aprendiza! –protestó Sofía.

—Y yo, pero tengo un sueldo. Los Cesari saben que lo valgo –dijo Marta–. ¡Esa sombrerería está ganando una fortuna estos días, y todo es gracias a ti! Tú hiciste ese sombrero verde que hace que la mujer del alcalde parezca una colegiala, ¿a que sí?

—Verde oruga… sí, yo lo adorné –musitó Sofía.

—¡Y el bonete que llevaba Jane Farrier cuando conoció a aquel noble! –continuó Marta–. ¡Eres genial con la ropa, y Mamá lo sabe! Tu destino se selló cuando hiciste aquel vestido para Letty el último Primero de Mayo. Ahora tú trabajas en esa tienda mientras Fanny se va de juerga por ahí…

—¡Sólo está haciendo la compra! –la interrumpió Sofía.

—¡La compra! –gritó Marta. Sus pulgares giraban–. Eso le cuesta media mañana. La he visto, Sofía, y he oído los cotilleos. Va por ahí en un carruaje alquilado y llevando ropa nueva, que paga con tus ingresos, haciendo visitas por todas las mansiones del valle. Dicen que va a comprar esa enorme mansión en Plegado Bajo y establecerse allí. Todo muy bonito. ¿Y dónde entras tú?

—Bueno, Fanny tiene derecho a algo así, después de todo lo que ha trabajado por nosotras –dijo Sofía–. Supongo que heredaré la sombrerería.

—¡Menudo porvenir! –exclamó Marta–. Oye…

Pero, en aquel momento, un aprendiz tiró de dos de los estantes de las paredes desde el otro lado y asomó la cabeza.

—Me pareció oír tu voz –dijo, sonriendo amistosamente–. La última tanda ya está lista. ¡Díselo!

Su cabeza, rizada y llena de harina, desapareció entre las cajas. Sofía pensó que tenía un aspecto muy agradable. Pensó preguntar a Marta si él era el que le gustaba, pero no pudo. Marta se levantó rápidamente, mientras seguía hablando.

—Tengo que decir a las chicas que lleven esto hasta la tienda –dijo–. Ayúdame con ésta de aquí.

Agarró el montón de cajas más cercano, y Sofía la ayudó a llevarlo a través de la puerta, hasta la tienda que bullía de actividad.

—Tienes que hacer algo por ti, Sofía –jadeó Marta mientras acarreaban las cajas–. Letty no paraba de decir que no sabía lo que pasaría cuando no estuviéramos cerca para darte algo de autoestima. Tenía razón al preocuparse.

En la tienda, la señora Cesari agarró las cajas con sus enormes brazos, gritando instrucciones, y un montón de trabajadores pasó corriendo cerca de Marta para ocuparse de ellas. Sofía gritó «¡Adiós!», y desapareció entre la multitud. No quería distraer a Marta durante más tiempo. Además, quería estar sola para pensar. Corrió hacia su casa.
Ahora se veían fuegos artificiales en el campo cerca del río, donde se encontraba la feria, que competían con las llamaradas azules del castillo de Howl. Sofía se sintió, más que nunca, como una inválida.
Pensó y pensó durante toda la semana siguiente, pero el resultado fue que se sintió confusa y descontenta. Las cosas no parecían ser como ella había pensado. Estaba asombrada después de lo de Letty y Marta. Las había malinterpretado durante años. Aunque no creía que Fanny fuese el tipo de mujer que Marta decía.
Tuvo mucho tiempo para pensar, porque Bessy dejó la tienda para casarse, y Sofía estaba sola en la tienda casi todo el tiempo. La verdad es que Fanny estaba casi siempre fuera, de juerga o no, y no había muchos clientes que atender.
Al cabe de tres días, Sofía reunió todo el valor que pudo y preguntó a Fanny:

—Oye, ¿no debería cobrar un sueldo?

—¡Por supuesto, cariño! ¡Con todo lo que trabajas! –dijo Fanny cariñosamente, probándose un sombrero adornado con rosas delante del espejo de la tienda–. Hablaremos sobre ello en cuanto haya hecho las cuentas esta tarde…

Entonces salió, y no volvió hasta mucho después de que Sofía hubiera cerrado la sombrerería y se hubiera llevado algunos sombreros a casa para terminarlos.
Al principio, Sofía se sintió culpable por haber estado a punto de creer a Marta. Pero cuando Fanny no mencionó un sueldo, ni aquella tarde ni en toda la semana, Sofía comenzó a pensar que, después de todo, quizá Marta tenía razón.

—Quizá estoy siendo utilizada –comentó a un sombrero que estaba llenando de seda roja y de cerezas de goma–, pero alguien tiene que hacer esto, o no habrá ningún sombrero que vender…

Terminó aquel sombrero y comenzó a trabajar en un sombrero austero, blanco y negro, muy elegante, y un nuevo pensamiento surgió en su cabeza.

—¿Importa acaso que no haya sombreros que vender? –preguntó al sombrero elegante.

Miró alrededor, al montón de sombreros que esperaban ser adornados.

—¿Para qué me servís, eh? –les preguntó–. A mí, desde luego, para nada.

Y estuvo a punto de dejar la casa y salir a buscar fortuna, pero recordó que era la mayor, y que eso era imposible. Suspiró, y siguió con el sombrero.
La mañana siguiente, en la tienda, aún se sentía sola y descontenta. Entonces entró una mujer joven, con una cara bastante vulgar, sosteniendo un bonete de color champiñón por las cintas.

—¡Mira esto! –gritó–. ¡Me dijiste que éste como el bonete que Jane Farrier llevaba cuando conoció al conde. Y mentiste. ¡No me ha pasado nada!

—¡Pues no me extraña! –dijo Sofía, sin pararse a pensar lo que estaba diciendo–. ¡Si eres tan tonta como para llevar ese bonete con semejante cara, es que no serías lo suficientemente lista como para reconocer al mismísimo rey si te pidiera casarte con él! Aunque, claro, seguramente se habría convertido en piedra nada más verte.

La mujer la miró durante unos instantes con furia. Después, lanzó el bonete a Sofía y salió de la tienda como un huracán. Sofía lanzó el maltrecho bonete a la papelera. La regla era: ‘pierde el control, pierde al cliente’. Acababa de probarla. Se sintió culpable al pensar descubrir que había sido bastante divertido.
No tuvo tiempo para recuperarse. Oyó un ruido de ruedas y relinchos, y un carruaje tapó la ventana, oscureciendo la tienda. La campana de la tienda sonó, y entró la clienta más imponente que Sofía había visto hasta la fecha. Llevaba un lánguido abrigo negro, y relucientes diamantes parpadeando en su vestido negro. Pero los ojos de Sofía fueron directamente al sombrero que llevaba. Pluma de avestruz, teñida para reflejar los destellos de los diamantes pero seguir pareciendo negro. Era un sombrero caro. La cara de la mujer era hermosa hasta el último detalle. Su pelo castaño la hacía parecer muy joven, pero… Sofía se fijó en el hombre que había acompañado a la señora dentro de la tienda; un hombre con una cara algo informe, pelirrojo, que vestía ropas elegantes, pero estaba pálido y parecía algo conmocionado. Se quedó mirando a Sofía con una ligera expresión de horror. Era bastante más joven que la mujer. Sofía estaba muy sorprendida.

—¿Señora Hatter? –preguntó la mujer, con un tono musical pero autoritario.

—S-sí –dijo Sofía.

El hombre parecía sentirse peor. Sofía se preguntó si la mujer era su madre.

—He oído que aquí venden los sombreros más divinos –dijo la mujer–. Enséñemelos.

Sofía no contestó. Simplemente le enseñó sombreros. Ninguno era lo suficientemente bueno para alguien como aquella señora, pero podía sentir los ojos del hombre seguirla, y eso hacía que se sintiera incómoda. Cuanto antes descubriera la mujer que los sombreros no eran lo suficientemente buenos, antes se iría la extraña pareja.
La mujer comenzó a desechar sombreros instantáneamente.

—Hoyuelos –dijo al ver los bonetes rosas.

—Juventud –comentó al ver el gorro de color verde oruga.

—Atractivo misterioso –dijo sobre el de los velos brillantes–. Qué obvio. ¿Qué más tienes?

Sofía le enseñó el sombrero blanco y negro, que era el único en el que la mujer podía estar remotamente interesada.
La mujer lo miró con superioridad.

—Éste no sirve para nada. Está malgastando mi tiempo, señora Hatter.

—Sólo porque entrasteis a ver sombreros –dijo Sofía–. Ésta es sólo una tienda pequeña en un pueblo pequeño, señora. ¿Por qué… –vio que el hombre ahogaba una exclamación e intentaba prevenirla–… os habéis molestado en venir?

—Siempre me molesta que alguien intente oponerse a la voluntad de la Bruja del Páramo –dijo la mujer con voz gélida–. He oído hablar sobre usted, señora Hatter, y no me gusta su actitud ni su competencia. He venido para detenerla. Ahí va eso –sacudió la mano hacia Sofía.

—¡¿Queréis decir que sois la Bruja del Páramo?! –dijo Sofía con voz trémula. El miedo y la sorpresa habían hecho que su voz sonara extraña.

—La misma –dijo la mujer–. Y espero que esto le enseñe a no entrometerse en las cosas que me incumben.

—¡No creo que lo haya hecho! –graznó Sofía.

El hombre la estaba mirando con pánico, aunque ella no entendía por qué.

—¡Tiene que haber algún error! ¡Os habéis confundido!

—No hay ningún error, señora Hatter –dijo la Bruja–. Vamos, Gastón.

Se dio la vuelta, y caminó hasta la puerta. Mientras el hombre la abría para ella con una reverencia, la Bruja se giró y miró a Sofía:

—Por cierto, señora Hatter, no podrá decir a nadie que está bajo un hechizo.

Al cerrarse la puerta, la campanilla que pendía del marco tañó como las campanas de la iglesia en un funeral.
Sofía se llevó las manos a la cara, preguntándose por qué el hombre no había dejado de mirarla. Palpó unas suaves arrugas. Miró sus manos. También estaban llenas de arrugas, y eran huesudas, con grandes venas en el dorso y nudillos que parecían picaportes. Se subió un poco la falda gris y contempló sus delgados y decrépitos tobillos, que abultaban sus zapatos. Eran las piernas de una persona de noventa años, y parecían reales.
Sofía caminó hacia el espejo, y se dio cuenta de que cojeaba un poco. La cara que vio en el espejo estaba en calma, porque era justo lo que esperaba ver. Era la cara de una enjuta anciana, marchita y curtida, rodeada de ralos cabellos blancos. Sus ojos, amarillentos y húmedos, la miraban con una expresión más bien trágica.

—No te preocupes, antigualla –dijo Sofía a la cara–. Pareces bastante sana. Y, además, esto se parece más a como eres de verdad…

Consideró la situación con bastante calma. Todo parecía haberse vuelto lejano y tranquilo. Ni siquiera estaba particularmente enfadada con la Bruja del Páramo.

—Bueno, está claro que tendré que vérmelas con ella cuando tenga ocasión… –se dijo–. Pero, mientras tanto, si Letty y Marta pueden soportar haberse intercambiado, yo puedo aguantar ser así. Aunque no puedo quedarme aquí. A Fanny le daría un patatús. Vamos a ver… este vestido gris me queda bastante bien, pero también necesitaré mi chal, y algo de comida…

Renqueó hasta la puerta de la tienda, y colocó el cartel de CERRADO. Sus articulaciones crujían cuando se movía. Tenía que caminar agachada, y lentamente. Pero se alegró al descubrir que era una anciana en muy buena forma. No se sentía enferma, ni débil: sólo algo rígida y agarrotada. Se agachó para recoger su chal, y lo puso sobre su cabeza y brazos, como todas las ancianas hacían. Entonces, se arrastró dentro de la casa, donde metió en su bolso unas pocas monedas y una hogaza de pan, y queso. Salió de la casa, escondiendo la llave en el sitio de siempre, y continuó renqueando calle abajo, algo sorprendida por su propia calma.
Se preguntó si debía despedirse de Marta. Pero luego pensó que no le gustaba la idea de que Marta no pudiera reconocerla. Sería mejor irse, sin más. Pensó que escribiría a sus hermanas cuando llegara a dondequiera que fuese, y siguió caminando a través del campo en el que había estado la feria, por encima del puente, y por los campos que había tras él. Era una cálida tarde de primavera. Sofía descubrió que ser vieja no le impedía disfrutar de la vista y el olor de los setos en mayo, aunque los veía algo borrosos. Su espalda comenzó a doler. Caminaba con pasos firmes, pero un bastón no le habría venido mal. Miró en los setos mientras caminaba, buscando alguna clase de palo que pudiera utilizar.
Desde luego, su vista ya no era tan buena. Una vez le pareció ver un palo, a cosa de una milla o dos, pero cuando se acercó resultó ser la base de un viejo espantapájaros que alguien había tirado en la cuneta. Sofía lo levantó, y lo puso de pie. Tenía un nabo marchito por cabeza. Le dio un poco de pena. En lugar de desmontarlo y quedarse con el palo, lo clavó entre dos arbustos; y allí se quedó, ladeado, cerniéndose sobre el seto, con sus raídas mangas ondeando al viento.

—Así –dijo Sofía, y su ronca voz de anciana la sorprendió y la hizo soltar una ronca carcajada–. Ninguno de nosotros está en muy buen estado, ¿verdad? Quizás, si te dejo aquí, la gente te verá y alguien te devolverá a tu campo.

Rió un poquito mientras seguía caminando. Quizá estaba algo loca, pero las ancianas lo estaban a menudo.
Encontró un palo una hora después, cuando se sentó para comer su pan con queso. Se oían ruidos en los arbustos que había tras ella: pequeños graznidos ahogados, seguidos de estertores que hacían salir volando pétalos del seto. Sofía se agachó y, apoyada en sus huesudas rodillas, pasó por encima de hojas y flores, y entró en el seto. Allí encontró un pequeño perro gris. Estaba atrapado por un palo que se había, de alguna manera, enganchado en una cuerda que el perro llevaba atada alrededor del cuello. El palo se había atascado entre dos ramas, de modo que el perro apenas podía moverse. Miró a Sofía con ojos desorbitados.
Sofía, como muchas chicas, temía a los perros. Incluso como vieja, la alarmaban las dos filas de dientes blancos que había en las abiertas mandíbulas del animal. Pero se dijo: «En este estado en el que estoy, tampoco hay mucho por lo que preocuparme», y buscó en su bolsillo las tijeras que utilizaba cuando cosía. Comenzó a cortar la cuerda que envolvía el cuello del perro.
El perro estaba muy furioso. Retrocedió y gruñó. Pero Sofía siguió cortando con audacia.

—Te asfixiarás o morirás de hambre –dijo al perro con su voz ronca– si no dejas que te saque de aquí. De hecho, parece que alguien ya ha intentado estrangularte. Quizá por eso estás tan enfadado.

La soga había sido atada con mucha fuerza alrededor del cuello del perro, y se había liado en el palo con igual firmeza. Tuvo que seguir serrándola con las tijeras durante bastante tiempo hasta que se partió y el perro pudo alejarse del palo.

—¿Quieres algo de pan con queso? –preguntó Sofía. Pero el perro simplemente gruñó, salió del seto arrastrándose, y se escabulló.

—Eso es lo que yo llamo gratitud –dijo Sofía, frotando sus magullados brazos–. Pero bueno; a pesar de eso, me has dejado algo.

Se agachó y cogió el palo en el que se había enganchado el perro, y se dio cuenta de que en realidad era un bastón, finamente adornado y con una punta de metal. Sofía terminó su pan y su queso, y siguió caminando. El camino se volvió cada vez más empinado, y el bastón le fue de gran ayuda. También era algo con lo que poder hablar. Sofía continuó, decidida, hablando con su bastón. A fin de cuentas, muchos ancianos hablan consigo mismos.

—Ya van dos encuentros –dijo–, y nada de gratitud de parte de ninguno. Aunque eres un buen bastón. No me quejo. Pero seguro que tendré un tercer encuentro. De hecho, exijo uno. Me pregunto quién será.

El tercer encuentro lo tuvo hacia el final de la tarde, cuando Sofía ya había subido por gran parte de las colinas. Un hombre bajaba por la cuesta hacia ella. «Un pastor», pensó Sofía. Era un hombre de unos cuarenta años o así. «Hay que ver» pensó Sofía, «esta mañana lo habría visto como un viejo. ¡Hay que ver como cambia el punto de vista de una!».
Cuando el pastor la vio murmurando, se movió cuidadosamente hacia el lado opuesto del camino, y dijo:

—¡Buenas tardes, abuela! ¿A dónde va?

—¿Abuela? Que yo sepa, no soy tu abuela, joven.

—Es una manera de hablar –dijo el pastor, aplastándose contra el lado opuesto–. Sólo estaba siendo amable, porque la veo caminar por las colinas tan tarde… No llegará hasta Plegado Alto antes del anochecer, ¿no?

Sofía no lo había considerado. Se detuvo en medio del camino, y recapacitó.

—Bueno, en realidad no importa demasiado… –dijo, más bien para sí misma–. No puedes ser quisquilloso cuando has salido a buscar fortuna.

—Ah, ¿no, abuela? –dijo el pastor.

Había caminado por el borde del camino y ya había pasado a Sofía. Parecía sentirse mejor.

—¡Entonces le deseo suerte, siempre que esa fortuna no tenga nada que ver con carne humana!

Y se alejó deprisa, dando grandes zancadas; no llegaba a correr, pero casi. Sofía lo siguió con la mirada, indignada.

—¡Ha pensado que yo era una bruja! –dijo a su palo.

Pensó en asustar al pastor gritándole cosas raras, pero luego pensó que no habría sido muy amable. Siguió trepando cuesta arriba, murmurando. Pronto, los setos dieron paso a cunetas desiertas, y la tierra que había más allá se convirtió en una meseta cubierta de brezo, y detrás no había más que tierra empinada, cubierta de ondeante hierba amarilla. Sofía continuó, inexorable. Sus viejos tobillos dolían, y su espalda, y sus rodillas. Estaba demasiado cansada como para seguir hablando con su bastón, y simplemente caminó, jadeante, hasta que el sol tocó las montañas. Y entonces, quedó claro que no podía dar ni un paso más.
Se dejó caer sobre una roca en la cuneta, preguntándose que iba a hacer. «¡La única clase de fortuna que realmente deseo ahora es una silla cómoda!», exclamó.
La roca era una especie de promontorio que ofreció a Sofía una magnífica vista del camino que había recorrido. Podía ver casi todo el valle extendiéndose bajo el sol poniente, los campos y paredes y setos, y el sinuoso río, y las elegantes mansiones de la gente rica, que surgían de entre los árboles, bajo las montañas azules que se veían, pequeñas, en la distancia. Justo debajo de ella, al fondo del barranco, estaba Mercado Desportillado. Sofía bajó la vista hacia todas aquellas calles conocidas. Allí estaba la Plaza del Mercado, y Cesari’s. Podría haber tirado una piedra y habría caído en la chimenea de la casa vecina a la sombrerería.

—¡Que cerca está! –dijo Sofía, desanimada–. ¡Toda esta caminata sólo para terminar encima de mi propio tejado!

La roca se volvió cada vez más fría mientras se ponía el sol. Un viento cortante y desagradable soplaba hacia Sofía, sin importar hacia qué lado mirase. Ahora sí le parecía preocupante quedarse en las colinas durante la noche. Se dio cuenta de que cada vez le venía más a la cabeza el la imagen de una butaca junto al fuego, así como pensamientos sobre la oscuridad y sobre animales salvajes. Pero si iniciaba el regreso a Mercado Desportillado, ya sería medianoche para cuando llegase. De modo que también podía, simplemente, continuar. Suspiró y se puso en pie con un crujido. Todo le dolía. Era horroroso.

—¡Nunca me había dado cuenta… de lo que tienen que soportar… las personas mayores! –jadeó, mientras continuaba su ascensión–. Aunque… creo que ningún lobo… intentará comerme. Mi carne es… demasiado… dura y seca. Eso… es un alivio.

La noche comenzó pronto, y la tierra parecía azul y negra. El viento era aún más cortante. Los jadeos de Sofía y los crujidos de sus miembros sonaban tan fuertes en sus oídos que tardó un ratito en darse cuenta de que una parte de los chirridos y bufidos no venían de ella. Alzó la vista.
El castillo del mago Howl se contoneaba, entre temblores, hacia ella. Humo oscuro salía de sus negras almenas. Era tan alto y delgado, y parecía tan pesado y feo y tenía un aspecto tan siniestro… Sofía se apoyó en su bastón, y se quedó contemplándolo. No estaba muy asustada. Se preguntó cómo se movía. Pero lo que más ocupaba su mente era que todo aquel humo debía de venir de un fuego muy, muy grande, que se encontraba tras aquellas paredes.

—Bueno, ¿por qué no? –dijo a su bastón–. No creo que el mago Howl quiera mi alma para su colección. Sólo rapta chicas jóvenes.

Alzó el bastón y lo agitó imperiosamente.

—¡DETENTE! –gritó.

El castillo, obediente, chirrió y se detuvo a unos cincuenta pies de ella. Sofía, agradecida, renqueó hacia él.

viernes, 4 de mayo de 2007

De qué va esto.

Hola, queridos lectores.
Empecemos.
Probablemente habéis visto la película El Castillo Ambulante, del famoso director Hayao Miyazaki (El Viaje de Chihiro, Nausicaä del Valle del Viento, Mi Vecino Totoro, Laputa: Castillo en el Cielo...).
Probablemente habéis averiguado que está basada en una novela de la escritora estadounidense Diana Wynne Jones (escribió la saga Los Mundos de Chrestomanci, La Conspiración de Merlín, y otros treinta libros o más). Dicha novela se llamaba Howl's Moving Castle, literalmente ‘El Castillo Móvil de Howl’.
Probablemente habéis averiguado también que dicha novela fue traducida al castellano por la editorial SM en su colección El Navegante, bajo el título El Castillo Viajero.

Y, como muchos otros fans, también habéis averiguado que dicha edición está actualmente descatalogada, y que el libro es prácticamente imposible de conseguir. Ni siquiera en sitios como E-Bay.

Y vengo yo a salvaros el día. Pienso traducir al castellano no sólo Howl's Moving Castle (a la que daré, a causa de la película, el nombre de El Castillo Ambulante) sino también Castle in the Air, ‘Castillo en el Aire’, la segunda parte, sobre la que muchos ni siquiera habéis oído hablar y (ésta sí que no) nunca antes ha sido traducida al español (no, no tiene nada que ver con la película de Miyazaki Laputa: Castillo en el Cielo).
Ambos libros son unas novelas excelentes y desbordantes de humor.

Empezaré en serio en las vacaciones de verano, pero el primer capítulo ya está listo. Os lo dejo como ejemplo de lo que se avecina.

Sólo tenéis que bajar un poco más. Lamento no poder ponerlo con la letra Arial Narrow, que es la que más le pega.






EL CASTILLO AMBULANTE,
por Diana Wynne Jones.





CAPÍTULO 1,

en el que Sofía habla con sombreros



EN LA TIERRA DE INGARIA, en la que cosas como las botas de siete leguas o las capas invisibles realmente existen, es bastante desafortunado ser el mayor de tres hermanos. Todos saben que eres el que fracasará primero –y de peor manera– en caso de que los tres tengáis que salir a buscar fortuna.
Sofía Hatter era la mayor de tres hermanas. Ni siquiera era la hija de un pobre leñador, porque en tal caso habría tenido alguna posibilidad de salir adelante. Sus padres eran los dueños de una sombrerería para señoras en un próspero pueblo llamado Mercado Desportillado. Bueno, en realidad la madre de Sofía había muerto cuando ésta tenía dos años y su hermana Letty sólo uno, y entonces su padre se casó con su ayudante más joven, una hermosa muchacha de pelo rubio llamada Fanny. Fanny pronto dio a luz a la tercera hermana, Marta. Esto podría haber transformado a Sofía y Letty en las típicas Hermanastras Feas, pero las tres chicas crecieron siendo cada vez más bonitas, aunque todos decían que Letty era la más guapa. Fanny trataba a las tres hermanas con la misma amabilidad, y no daba un trato especial a Marta en absoluto.
El señor Hatter estaba muy orgulloso de sus tres hijas, y las envió a la mejor escuela del pueblo. Sofía era la más estudiosa. Leía muchísimo, y pronto se dio cuenta de las pocas posibilidades que tenía de tener un futuro interesante. Fue una gran decepción para ella, pero siguió siendo feliz, cuidando de sus hermanas y preparando a Marta para que pudiera encontrar su fortuna cuando el tiempo llegara. Ya que Fanny estaba siempre muy atareada con la tienda, Sofía era la que tenía que vigilarlas. Había muchas peleas y pataletas entre las dos niñas. Letty no estaba resignada en absoluto a ser, después de Sofía, la que tendría menos éxito.

—¡No es justo! –gritaba Letty–. ¿Por qué se llevará Marta lo mejor sólo por ser la más pequeña? ¡Pues yo me casaré con un príncipe, hala!

A lo que Marta contestaba que ella acabaría siendo asquerosamente rica sin tener que casarse con nadie.
Entonces Sofía tenía que separarlas y remendar sus ropas. Era muy diestra con la aguja. Con el tiempo, acabó haciendo la ropa para sus hermanas. Una vez hizo un vestido rosa oscuro para Letty, el Primero de Mayo en que comenzó esta historia, y Fanny dijo que parecía haber salido de la tienda más cara de Kingsbury, la capital.
Por aquel tiempo, todo el mundo empezó a hablar sobre la Bruja del Páramo otra vez. Decían que había amenazado al rey con matar a su hija, y que el rey había enviado al hechicero real –el Mago Súliman– al páramo, para que se ocupara del problema. Y, aparentemente, el Mago Súliman no sólo había fracasado al hacer frente a la Bruja: la Bruja había acabado con él.
Así que cuando, unos meses más tarde, la silueta de un castillo alto y negro apareció repentinamente en las colinas que se erguían sobre Mercado Desportillado, nubecillas de humo oscuro saliendo de sus cuatro delgadas torrecillas, todos pensaron que la Bruja había salido del Páramo para aterrorizar el país, al igual que hacía cincuenta años. La gente se asustó mucho. Nadie salía solo a la calle, especialmente de noche. Lo que hacía todo esto aún más espeluznante era que el castillo no se quedaba siempre en el mismo lugar. A veces era una delgada mancha negra en el Páramo, al noroeste, otras veces se alzaba sobre las rocas del este, o incluso se deslizaba cuesta abajo para sentarse en los brezales, quizá demasiado cerca de las granjas del norte. Incluso era posible verlo moviéndose, con volutas de humo de un color gris sucio saliendo de las torretas. Durante un tiempo, todo el mundo estuvo seguro de que, antes o después, el castillo acabaría entrando en el valle para asaltar el pueblo, y el alcalde mencionó algo sobre pedir ayuda al rey.
Pero el castillo continuó vagando por las colinas, y los habitantes de Mercado Desportillado averiguaron que el castillo no pertenecía a la Bruja del Páramo, sino al Mago Howl. Éste ya era lo bastante malo. Aunque no parecía querer abandonar las colinas, algunos rumoreaban que se distraía coleccionando muchachas jóvenes y absorbiendo sus almas… aunque otros decían que, en realidad, se comía sus corazones. Todos estaban, sin embargo, de acuerdo en que se trataba de un mago cruel y despiadado que no tenía corazón, y que ninguna joven guapa estaba a salvo de él si, cuando nadie las pudiera proteger, se lo encontraban. Se dijo a Sofía, Letty y Marta –y a todas las demás chicas de Mercado Desportillado– que nunca salieran solas a la calle, cosa que les resultaba muy irritante. Se preguntaron qué uso había encontrado Howl a las almas que coleccionaba.
Pero pronto tuvieron otras cosas en que ocuparse, pues el señor Hatter murió repentinamente justo cuando Sofía terminó los estudios. Entonces todos supieron que había estado demasiado orgulloso de sus hijas. Las matrículas de la escuela que había estado pagando dejaron a la sombrerería unas grandes deudas que pagar. Cuando el funeral terminó, Fanny se sentó en el salón de la casa vecina a la sombrerería, y explicó a sus hijas la situación.

—Me temo que vais a tener que dejar la escuela –dijo–. He estado haciendo cálculos y, sin importar por dónde agarre las cuentas, la única forma que veo de conseguir que el negocio se mantenga y de cuidar de vosotras es conseguiros una plaza como aprendizas en algún sitio. No es práctico teneros a las tres en la tienda. No podríamos permitírnoslo. De modo que he tomado una decisión. Letty primero…

Letty alzó la mirada, y ni siquiera la tristeza y las ropas fúnebres podían ocultar su belleza.

—Quiero seguir aprendiendo –dijo.

—Y eso harás, cariño –contestó Fanny–. He encontrado un puesto para ti en Cesari’s, la pastelería en la Plaza del Mercado. Son famosos por tratar a sus aprendices como a reyes. Serás feliz allí, y aprenderás un oficio interesante y útil. La señora Cesari es una buena clienta, y una gran amiga mía, y me ha ofrecido aceptarte allí, como un favor.

Letty sonrió de una manera que demostraba que la idea no le gustaba nada.

—Bueno, gracias –dijo–. ¿No es una suerte que me guste tanto cocinar?

Fanny parecía aliviada. A veces, Letty podía ser realmente cabezota.

—Ahora Marta –contestó–. Ya sé que eres demasiado joven para trabajar, así que he pensado sobre algún modo de darte un aprendizaje largo y que te resulte útil, sin importar a qué te dediques una vez termines. ¿Recuerdas a mi vieja amiga de la escuela, Annabel Fairfax?

Marta, que era esbelta y muy guapa, fijó sus ojos grises en Fanny, con una mirada tan determinada como Lettie.

—Sí, la recuerdo… era ésa que hablaba un montón. ¿No es una bruja?

—Sí, una bruja, ¡con una casa preciosa y clientes por todo el Valle Plegado! –replicó Fanny con entusiasmo–. Es una buena mujer, Marta. Te enseñará todo lo que sabe y te presentará a gente influyente de Kingsbury. Estarás preparada para todo cuando termines tu formación allí.

—Es una persona agradable… --concedió Marta–. Vale, de acuerdo.

A Sofía le pareció que Fanny lo había preparado todo muy bien. Ya que Letty, al ser la segunda, tampoco tenía muchas posibilidades de llegar a mucho, Fanny la había situado donde podría encontrar un aprendiz joven y guapo y vivir feliz para siempre. Marta, que iba a salir y buscar fortuna, contaría con la ayuda de amigos ricos y magia. En cuanto a ella misma, Sofía no tenía dudas sobre lo que se le avecinaba. De modo que no se sorprendió cuando Fanny le dijo:

—Sofía, querida, lo que parece justo y adecuado es que heredes la sombrerería cuando yo me retire, ya que eres la mayor. De modo que yo misma te tomaré como aprendiz, para que aprendas el oficio como es debido. ¿Qué te parece?

Sofía no podía, de ninguna manera, decir que se sentía obligada a ello. Dio las gracias a Fanny con fervor.

—¡Pues todo arreglado! –dijo Fanny.

Al día siguiente, Sofía ayudó a Marta a guardar su ropa en una maleta, y la mañana siguiente la vieron marcharse en la carreta del transportista, con una pequeña sonrisa nerviosa. Era comprensible que estuviera asustada, porque el camino a Plegado Alto, donde la señora Fairfax vivía, empezaba más allá de las colinas por las que vagaba el castillo errante del Mago Howl.

—Oh, estará bien –dijo Letty.

Letty rechazó cualquier tipo de ayuda con el equipaje. Cuando la carreta del transportista se perdió de vista, metió todas sus posesiones en una gran funda de almohada, y pagó seis peniques al criado del vecino para que lo llevara todo en una carretilla a Cesari’s, en la Plaza del Mercado. Letty caminó detrás de la carretilla con una expresión mucho más alegre de lo que Sofía había esperado. De hecho, parecía alegrarse de no tener nada más que ver con la sombrerería.
El criado, al volver, trajo una nota garabateada de Letty, diciendo que había ordenado sus cosas en el dormitorio de las chicas, y que parecía que trabajar en Cesari’s iba a ser divertido. Y el transportista de la carreta, al regresar una semana más tarde, trajo una carta de Marta, que decía que ella había llegado sin incidentes y que la señora Fairfax era «una señora encantadora y utiliza miel para todo. Tiene colmenas, y le encantan las abejas». Y esto fue todo lo que Sofía supo sobre sus hermanas durante bastante tiempo, porque ella comenzó a trabajar el mismo día en que sus hermanas se fueron.
Sofía, claro, ya conocía el oficio de los sombreros bastante bien. Desde que era una niña pequeña había corrido afuera y adentro del taller al otro lado del patio, en el que los sombreros eran moldeados y se fabricaban las flores, frutas, y otros adornos con cera y tela. Conocía a los trabajadores; la mayoría de ellos ya estaba allí cuando su padre era un niño. Conocía a Bessy, la única dependienta que quedaba. Conocía a los clientes más frecuentes, y al conductor del carro que traía los simples sombreros de paja que habían de ser moldeados en el taller. Conocía a los otros proveedores, y sabía cómo fabricar fieltro para los sombreros de invierno. No parecía que Fanny fuese a poder enseñarle nada más… excepto, quizás, cómo conseguir que un cliente comprara un sombrero.

—Tú siempre les enseñas el sombrero ideal desde el principio, cariño –le dijo Fanny–. Pero lo que tienes que hacer es enseñarles primero los que no les sienten bien, para que noten la diferencia en cuanto se pongan el apropiado.

De todas formas, Sofía no trabajaba mucho en el mostrador. Después de un par de días observando el trabajo del taller, y otro día paseando por las tiendas de los mercaderes de seda con Fanny, ésta la puso a adornar sombreros. Sofía se sentaba en una pequeña alcoba tras la tienda, y cosía rosas de tela en los bonetes, y velos a gorros de terciopelo, forrándolos con seda por dentro y colocando frutas de cera y cintas alrededor para que quedaran más elegantes. Se le daba bien. Incluso disfrutaba un poquito haciéndolo. Pero se sentía aislada, y algo aburrida. La gente del taller era demasiado mayor como para ser divertida; además, la trataban como a alguien que estaba allí y que heredaría el negocio algún día. Bessy la trataba de la misma manera. De todas maneras, lo único sobre lo que hablaba era sobre el granjero con el que se iba a casar el próximo Primero de Mayo. Sofía envidiaba un poco a Fanny, que podía largarse a comerciar con los mercaderes de seda cuando quería.
Lo más interesante eran las conversaciones de los clientes. Nadie podía comprar un sombrero sin cotillear. Sofía se sentaba en su alcoba y cosía, y así se enteró de que el alcalde nunca comía verduras, y que el castillo del mago Howl volvía a rondar por las colinas, la verdad es que ese hombre, cuchicheo, susurro, cuchicheo… Las voces siempre bajaban de volumen cuando hablaban sobre el mago Howl, pero Sofía se enteró de que había atrapado una chica en Plegado Bajo el mes pasado. «¡Barba Azul!» dijeron los susurros, y se convirtieron en voces de nuevo, para decir que Jane Farrier tenía un peinado penoso. Ella sí que no podría atraer al mago Howl, ni a ningún hombre decente. Entonces hubo un cuchicheo asustado sobre la Bruja del Páramo. Sofía empezaba a pensar que el mago Howl y la Bruja deberían juntarse.

—Parecen hechos el uno para el otro. Alguien debería organizarles una cita –comentó al gorro que estaba adornando en aquel momento.

Pero, al final del mes, todo el cotilleo en la tienda parecía ser sobre Letty. Al parecer, Cesari’s estaba llena de caballeros, que compraban montones de tartas y pasteles, confiando en ser servidos por Letty. Ya había escuchado diez declaraciones de amor y propuestas de matrimonio, cuya calidad variaba desde el hijo del alcalde hasta el chico que barría las aceras, y las había rechazado todas, diciendo que era demasiado joven como para decidir algo así.

—Eso es lo que yo llamo ser razonable –dijo al sombrero que estaba llenando de pliegues de seda.

Fanny se alegró al oír estas noticias.

—¡Sabía que estaría bien allí! –dijo alegremente.

A Sofía se le ocurrió que Fanny se alegraba de que Letty ya no estuviera por allí.

—Letty era mala para la clientela –comentó a un bonete, cosiéndole más y más seda de color champiñón–. Ella podría hacer que incluso tú parecieras atractivo, montón de tela. Otras mujeres ven a Letty y se desesperan.

Sofía hablaba a los sombreros cada vez más y más, a medida que pasaban las semanas. Y es que no había prácticamente nadie más con quien hablar. Fanny estaba por ahí fuera, buscando clientes o negociando con mercaderes, y Bessy estaba demasiado ocupada con los clientes, y contando a todo el mundo cómo iba a ser su boda. Al final, Sofía adquirió el hábito de colocar cada sombrero, tras terminarlo, en su soporte, que tomaba el aspecto de una cabeza sin cuerpo, y se quedaba mirándolo, mientras le decía cómo sería el cuerpo que, algún día, tendría debajo. A veces halagaba a los sombreros, porque es bueno halagar a los clientes.

—Tienes un atractivo misterioso y fascinante –dijo a un bonete que estaba lleno de velos centelleantes–. Y tú –dijo a un sombrero grande, de color crema, con rosas en el ala–, ¡tú te casarás con alguien rico! Estoy segura. Y tú… eres tan joven y fresca como una hoja en primavera –animó a un gorro de color verde oruga con una pluma larga y ondulada.

Dijo a los bonetes rosas que tenían unos hoyuelos encantadores, y a los gorros más elegantes, que eran ingeniosos.

—Tú tienes un corazón de oro, y alguien importante te verá y se enamorará de ti –contó al bonete de color champiñón.

Le dijo esto porque le daba pena ese sombrero en particular. Tenía un aspecto poco atractivo y bastante aparatoso.
Al día siguiente, Jane Farrier entró en la tienda y lo compró. «Ese pelo tiene un aspecto algo extraño», pensó Sofía, observándola desde la alcoba. Y en verdad parecía que se hubiera hecho un moño utilizando atizadores. Parecía una pena que hubiera escogido ese bonete en particular. Pero todo el mundo parecía estar comprando sombreros por entonces. Quizá fuera a causa de Fanny, o simplemente porque era primavera, pero el negocio de los sombreros estaba en pleno apogeo.

—Quizá no debería haberme apresurado tanto en enviar a Marta y Letty fuera –comenzó a decir Fanny, que se sentía algo culpable–. Con estas ventas, nos las podríamos haber arreglado.

A medida que Abril terminaba y se acercaba el Primero de Mayo, había tantos clientes que Sofía tuvo que ponerse un recatado vestido gris y ayudar en la tienda. Pero la demanda era tan alta que no podía coser sombreros y atender a los clientes a la vez, y cada tarde tenía que llevárselos a su casa, que era la que estaba al lado de la sombrerería, lugar en el que trabajaba con un candil hasta más de medianoche, para que hubiera sombreros que vender al día siguiente. Mucha gente quería comprar gorros de color verde oruga como el que llevaba la mujer del alcalde, y también bonetes rosas. Hasta que, unos pocos días antes del Primero de Mayo, alguien entró y pidió un bonete de color champiñón, igual que el que Jane Farrier llevaba puesto cuando se fugó con el conde de Cátera.
Aquella noche, mientras cosía, Sofía admitió que su vida era bastante aburrida. En lugar de hablar a los sombreros, se los probó uno por uno a medida que los terminaba, y se miró en el espejo. Fue un error. El viejo vestido gris no le quedaba nada bien, especialmente porque sus ojos estaban rojos por estar despierta tan tarde, y ya que su pelo era de un color rojizo parecido a la paja, no le quedaba bien el verde oruga ni el rosa. El de color champiñón le daba un aspecto extremadamente aburrido.

—¡Parezco una vieja criada! –exclamó.

No es que quisiera darse a la fuga con condes, como Jane Farrier, o que la mitad del pueblo la persiguiera proponiéndole matrimonio, como a Letty. Pero quería hacer algo, aunque no estaba muy segura de qué, que fuera más interesante que simplemente coser sombreros. Decidió que, al día siguiente, intentaría tomarse unas horas libres e ir a hablar con Letty.
Pero no fue. O bien no tenía tiempo, o le faltaba energía, o le parecía que la Plaza del Mercado quedaba muy lejos, o recordaba que era peligroso ir por la calle sola a causa del mago Howl… día tras día, parecía cada vez más difícil ir a ver a su hermana. Era bastante raro. Sofía siempre había pensado que podía ser casi tan cabezota como Letty. Ahora se estaba dando cuenta de que había cosas que sólo hacía cuando no le quedaban excusas.

—¡Esto es absurdo! –dijo Sofía–. ¡Sólo hay dos calles entre esta tienda y la Plaza del Mercado! ¡Si corro… !

Y se prometió que iría a Cesari’s cuando la sombrerería cerrara, en el Primero de Mayo.
Mientras tanto, en la tienda comenzó a oírse un nuevo cotilleo. Según decían, el rey se había peleado con su propio hermano, el príncipe Justin, y el príncipe se había exiliado. Nadie conocía la razón de la disputa; pero, hacía un par de meses, el príncipe Justin había venido disfrazado a Mercado Desportillado, y nadie se había dado cuenta. El rey había enviado al conde de Cátera para que lo buscara, pero se había topado con Jane Farrier en su lugar. Después de oír todo esto, Sofía se entristeció. Estaban pasando muchas cosas interesantes, pero siempre a otras personas.
Llegó el Primero de Mayo. La juerga llenó las calles desde el amanecer. Fanny salió temprano, pero Sofía tuvo que terminar un par de sombreros primero. Cantó mientras trabajaba. A fin de cuentas, Letty también estaba trabajando. Incluso en vacaciones, Cesari’s estaba abierto hasta medianoche.

—Creo que compraré una de sus tartas de nata –decidió Sofía–. No he comido una en años.

Observó a la multitud pasar por la ventana; gente en trajes de todos los colores, vendedores de recuerdos, equilibristas llevando zancos… estaba realmente excitada.
Pero cuando, por fin, se echó un chal gris sobre los hombros y salió a la calle, Sofía ya no estaba tan impaciente. Estaba abrumada. Había demasiada gente corriendo, gritando, riendo, dando codazos, había demasiado ruido. Sofía se sintió como si aquellos últimos meses que había pasado sentada y cosiendo hubieran la hubieran convertido en una anciana o en una inválida. Se envolvió más en su chal, y siguió caminando cerca de las casas, intentando evitar ser pisoteada por aquel montón de zapatos nuevos, o golpeada por todos aquellos codos finamente vestidos en largas mangas de seda que llegaban hasta el suelo. Cuando, de repente, se oyó una ráfaga de explosiones en algún punto sobre su cabeza, Sofía pensó que se iba a desmayar. Miró hacia arriba y vio el castillo de Howl en la ladera que se encontraba pegada al pueblo, tan cerca que parecía estar posado en las chimeneas. Llamaradas azules salían de sus cuatro torres, convirtiéndose en bolas de fuego que se elevaban y explotaban en el cielo, haciendo un ruido espantoso. El mago Howl parecía estar ofendido por la alegría de aquel Primero de Mayo. O simplemente intentaba tomar parte en él, a su manera. Sofía estaba demasiado aterrorizada como para preocuparse. Con mucho gusto habría dado media vuelta, pero ya había recorrido la mitad del camino hasta Cesari’s. Así que echó a correr.

—¿Qué me hizo pensar que quería que la vida fuera más interesante? –se preguntó mientras corría–. ¡Estaría demasiado asustada! Esto me pasa por ser la mayor.

Fue aún peor cuando llegó a la Plaza del Mercado. Casi todas las posadas estaban allí. Una multitud de hombres jóvenes se pavoneaban alegremente por la calle, arrastrando sus capas y largas mangas y calzando botas con hebillas que ni en sueños llevarían en un día normal, haciendo comentarios a voz en grito e intentando abordar a alguna chica. Ellas paseaban en parejas, esperando a que algún chico les dirigiera la palabra. Era muy normal en un Primero de Mayo, pero también asustaba a Sofía. Y cuando un joven vestido en un fantástico traje plateado y azul se fijó en ella y decidió abordarla también, Sofía se metió en el umbral de la puerta de una tienda e intentó esconderse.
El hombre la miró, sorprendido.

—Está bien, pequeño ratón gris –le dijo, con una sonrisa compasiva–. Sólo quiero invitarte a un café. No te asustes.

Aquella mirada compasiva hizo que Sofía se sintiera totalmente avergonzada. Él era increíblemente apuesto, con una cara angulosa y sofisticada –era bastante mayor, tenía más de veinte– y un pelo rubio precioso. Sus mangas eran más largas que las de todos los demás jóvenes en la plaza, con los bordes festoneados y entredoses plateados.

—Oh, no, señor, pe-pero gracias –tartamudeó Sofía–. Yo so-sólo voy a visitar a mi hermana.

—¡Entonces hazlo, por supuesto! –rió el joven–. ¿Quién soy yo para alejar a tan hermosa muchacha de su hermana? ¿Te gustaría ir conmigo, ya que estás tan asustada?

Lo dijo con amabilidad, lo que hizo que Sofía se sintiera más vergüenza que nunca.

—No. No, gracias, señor… –musitó, y salió corriendo.

Él llevaba perfume. El olor a jacintos la persiguió mientras corría. «¡Qué persona tan cortés!» pensó, mientras intentaba atravesar las pequeñas mesas dispuestas fuera de Cesari’s, todas ellas ocupadas. Y en el interior había aún más gente y ruido que en la plaza.
Sofía localizó a Letty entre la fila de dependientes que había en el mostrador gracias al grupo de jóvenes granjeros que apoyaban sus codos en él y le gritaban piropos. Letty, más guapa que nunca, y puede que un poco más delgada, estaba introduciendo tartas en bolsas de papel tan rápido como le era posible, dando un diestro giro a cada bolsa y mirando por debajo de su codo con una sonrisa y una respuesta por cada bolsa que recolocaba. Se oían risas or todas partes. Sofía tuvo que abrirse camino, costosamente, hasta el mostrador.
Letty la vio. Pareció conmocionada por un instante; entonces sus ojos se agrandaron y su sonrisa se hizo aún más amplia, y gritó:

—¡Sofía!

—¡¿Puedo hablar contigo en algún otro sitio?! –gritó Sofía, impotente, mientras un gran codo la empujaba hacia atrás.

—¡Sólo un momento! –le gritó Letty.

Se volvió y susurró algo a la chica que estaba cerca de ella. Ésta asintió y esbozó una sonrisa, y ocupó el lugar de Letty.

—Tendréis que hablar conmigo, chicos –dijo a la multitud–. ¿Quién es el próximo?

—¡Pero quiero hablar contigo, Letty! –gritó uno de los granjeros.

—¡Pues habla con ella! –dijo Letty–. Yo tengo que hablar con mi hermana.

A la gente no le importaba mucho. Empujaron a Sofía hasta el final del mostrador, donde Letty alzó una solapa y la agitó para llamar la atención, y le dijeron que no se quedara hablando con Letty todo el día. Cuando Sofía llegó hasta donde estaba Letty, ésta la agarró por la muñeca y la arrastró hasta la trasera de la tienda, una habitación cuyas paredes estaban cubiertas por estante tras estante, cada uno lleno con filas de tartas. Letty sacó dos taburetes de algún sitio.

—Siéntate –dijo.

Se quedó mirando distraídamente el estante más cercano, y tomó una tarta de nata que dio a Sofía.

—Vas a necesitar esto –dijo.

Sofía tomó asiento, oliendo el delicioso aroma de la tarta y sintiéndose algo llorosa.

—¡Oh, Letty! –dijo–. ¡Me alegro tanto de verte!

—Sí, y yo me alegro de que estés sentada –contestó–. Verás, no soy Letty. Soy Marta.
~ · ~
FIN del primer capítulo.
¡Gracias a todos!