miércoles, 27 de junio de 2007

¡La cosa se pone en marcha~!

¡Por fin, el segundo capítulo! ¡Yuju~!

Me ha llevado dos tardes enteras, pero ahora que estoy de vacaciones podréis leer un capítulo por semana... o, a veces, puede que cada cinco días. Depende de la longitud del capítulo en cuestión, y de la pereza que me invada en ese momento.

Muchas gracias por todos los comentarios. Son lo que hace que me den ganas de levantarme del sillón, y... esto... volver a sentarme, y traducir.

Ah, otra cosa: haced toda la publicidad que podáis. Estoy haciendo esto para los miles de fans que quieren leer el libro pero no pueden encontrarlo, y también para los cuatro gatos... quiero decir, para los... um... numerosos dueños del libro publicado: otra traducción, de (ejem) inferior calidad, que por reveses del destino fue publicada. De modo que aseguraos de que otros posibles lectores la lean. Cuanta más gente entre en esta página, antes aparecerá cuando alguien busque una traducción de Howl's Moving Castle en Google, y así más gente la visitará, y entraremos en un círculo vicioso del que sólo los olifantes ardientes podrán sacarnos cuando invadan la Tierra (um... no, no hagáis preguntas).


NOTA: Se me había olvidado decir algo. Séfora, en los comentarios, me preguntó si haría algo así con el séptimo libro de Harry Potter, cuyo título es Harry Potter and the Deathly Hallows(Harry Potter y las reliquias mortales). Y he pensado en traducir un par de capítulos. Recordáis que, en El misterio del príncipe, había dos capítulos, uno sobre el ministro y otro sobre Snape, antes de que la acción se centrara en Harry? Bueno, pues traduciré un capítulo o dos, es decir: si hay alguno de “introducción”, lo traduciré, y traduciré el primer capítulo sobre Harry. Si no hay ningun capítulo introductorio, traduciré los dos primeros. Pero algo traduciré. Recordad que el libro en inglés saldrá el día 21 del próximo mes, Julio. Faltan 30 días. Vamos, que en unos cuarenta podréis leer el primer capítulo. Intentaré compaginar la traducción de Las reliquias mortales con la de El castillo ambulante. Si tenéis algún comentario, sugerencia, o queja que hacer, decidlo en los comentarios o en mi dirección de correo electrónico: kalimotxoconpatatas@yahoo.es

Gracias.


Pero bueno, ahora: ¡SEGUNDO CAPÍTULO!







CAPÍTULO 2,

en el que Sofía se ve forzada a
salir a buscar fortuna
—¿QUÉ?

Sofía miraba a la chica que estaba sentada en el taburete, frente a ella. Era igual que Letty. Llevaba puesto su segundo mejor vestido azul, de un color intenso que le quedaba de maravilla. Tenía el pelo oscuro de Letty, y sus ojos azules.

—Que soy Marta –dijo su hermana–. ¿A quién atrapaste una vez haciendo pedazos las bragas de Letty? Yo, desde luego, no se lo dije. ¿Lo hiciste tú?

—No –musitó Sofía, bastante perpleja. Ahora se notaba que era Marta. Tenía esa forma peculiar de ladear la cabeza, como Marta, y también ponía los brazos alrededor de sus piernas mientras jugueteaba con sus pulgares, igual que Marta.

—Pero, ¿por qué?

—Me asustaba mucho que vinieras a verme –dijo Marta–, porque sabía que tendría que decírtelo. Es un alivio haberlo hecho ya. Prométeme que no se lo contarás a nadie. Sé que no lo harás si lo prometes. Eres tan honorable…

—Lo prometo –contestó Sofía–. ¿Pero por qué? ¿Y cómo?

—Letty y yo lo decidimos –dijo Marta, jugando con sus pulgares–, porque Letty quería aprender a hacer magia, y yo no. Letty tiene cerebro, y quiere un futuro en el que pueda usarlo. ¡Pero sólo intenta decir eso a Mamá! ¡Está demasiado celosa de Letty como para admitir siquiera que tiene cerebro!

Sofía no podía creer que Fanny fuese así, pero lo dejó pasar.

—Pero… ¿Y tú…?

—Cómete la tarta. Está buenísima –dijo Marta–. Verás, yo también puedo ser inteligente. Encontrar el hechizo que estamos usando sólo me llevó dos semanas en casa de la señora Fairfax. Me despertaba por las noches, y leía sus libros en secreto… y fue bastante fácil, la verdad. Entonces pedí a la señora Fairfax permiso para visitar a mi familia, y dijo que sí. Es un encanto, pensó que sentía nostalgia. Así que tomé el hechizo y vine aquí, y Letty se fue pretendiendo ser yo. Lo difícil fue la primera semana, cuando no sabía todas las cosas que se suponía que sabía. Fue espantoso. Pero descubrí que gusto a la gente (lo hacen, la verdad, siempre que a ti te gusten), y entonces todo fue sobre ruedas. Y la señora Fairfax no ha expulsado a Letty, ¡así que supongo que se las ha arreglado también!

Sofía siguió masticando aquella tarta, que en realidad no estaba saboreando.

—Pero, ¿por qué quisiste hacer esto?

Marta se balanceó en su taburete, sonriendo todo lo que la boca de Letty le permitía.

—¡Quiero casarme y tener diez hijos!

—¡No tienes la edad suficiente!

—No, aún no –asintió Marta–. Pero ya ves, ¡tengo que empezar lo antes posible si quiero poder mantener diez niños! Y así tengo más tiempo para esperar a ver si gusto a la persona que quiero por ser yo misma. El hechizo se desvanecerá con el tiempo, y cada vez me pareceré más a mí yo original.

Sofía estaba tan asombrada que se terminó la tarta sin siquiera percatarse de qué clase era.

—¿Y por qué diez hijos?

—¡Porque quiero diez! –contestó Marta.

—¡No tenía ni idea!

—Bueno, no parecía conveniente decírtelo cuando estabas tan ocupada apoyando a Mamá sobre lo de ir a buscar fortuna –dijo Marta–. Pensabas que Mamá realmente me quería apoyar. Hasta que Papá murió y vi que sólo intentaba librarse de nosotras, enviando a Letty a algún lugar donde se case y haciendo que yo me fuera lo más lejos posible. Estaba tan enfadada que pensé «¿Por qué no?». Y hablé con Letty, y también estaba furiosa, y lo arreglamos todo. Pero nos sentimos mal por ti. Eres demasiado agradable e inteligente como para estar atascada en esa sombrerería para el resto de tu vida. Hablamos sobre ello también, pero no sabíamos que hacer…

—¡Estoy bien! –protestó Sofía–. Sólo un poco aburrida.

—¿Bien? –exclamó Marta–. ¡Bonita forma de demostrar que estás bien, no viniendo a visitarme en meses, y apareciendo entonces en un espantoso vestido gris, comportándote como si incluso yo te asustara! ¡¿Pero qué te ha hecho Mamá?!

—Nada… --dijo Sofía con incomodidad–. Hemos estado muy ocupadas. No deberías hablar sobre Fanny de esa manera, Marta. A fin de cuentas, es tu madre.

—Sí, y me parezco a ella lo suficiente como para entenderla –replicó Marta–. Por eso intentó enviarme tan lejos… o al menos lo intentó. Mamá sabe que no hace falta ser desagradable con alguien para explotarlo. Ella sabe que eres tan laboriosa. Sabe que tienes ese complejo de ser un fracaso sólo por ser la mayor. Te ha manejado perfectamente, y ahora estás trabajando como una negra para ella. Seguro que no te paga.

—¡Aún soy una aprendiza! –protestó Sofía.

—Y yo, pero tengo un sueldo. Los Cesari saben que lo valgo –dijo Marta–. ¡Esa sombrerería está ganando una fortuna estos días, y todo es gracias a ti! Tú hiciste ese sombrero verde que hace que la mujer del alcalde parezca una colegiala, ¿a que sí?

—Verde oruga… sí, yo lo adorné –musitó Sofía.

—¡Y el bonete que llevaba Jane Farrier cuando conoció a aquel noble! –continuó Marta–. ¡Eres genial con la ropa, y Mamá lo sabe! Tu destino se selló cuando hiciste aquel vestido para Letty el último Primero de Mayo. Ahora tú trabajas en esa tienda mientras Fanny se va de juerga por ahí…

—¡Sólo está haciendo la compra! –la interrumpió Sofía.

—¡La compra! –gritó Marta. Sus pulgares giraban–. Eso le cuesta media mañana. La he visto, Sofía, y he oído los cotilleos. Va por ahí en un carruaje alquilado y llevando ropa nueva, que paga con tus ingresos, haciendo visitas por todas las mansiones del valle. Dicen que va a comprar esa enorme mansión en Plegado Bajo y establecerse allí. Todo muy bonito. ¿Y dónde entras tú?

—Bueno, Fanny tiene derecho a algo así, después de todo lo que ha trabajado por nosotras –dijo Sofía–. Supongo que heredaré la sombrerería.

—¡Menudo porvenir! –exclamó Marta–. Oye…

Pero, en aquel momento, un aprendiz tiró de dos de los estantes de las paredes desde el otro lado y asomó la cabeza.

—Me pareció oír tu voz –dijo, sonriendo amistosamente–. La última tanda ya está lista. ¡Díselo!

Su cabeza, rizada y llena de harina, desapareció entre las cajas. Sofía pensó que tenía un aspecto muy agradable. Pensó preguntar a Marta si él era el que le gustaba, pero no pudo. Marta se levantó rápidamente, mientras seguía hablando.

—Tengo que decir a las chicas que lleven esto hasta la tienda –dijo–. Ayúdame con ésta de aquí.

Agarró el montón de cajas más cercano, y Sofía la ayudó a llevarlo a través de la puerta, hasta la tienda que bullía de actividad.

—Tienes que hacer algo por ti, Sofía –jadeó Marta mientras acarreaban las cajas–. Letty no paraba de decir que no sabía lo que pasaría cuando no estuviéramos cerca para darte algo de autoestima. Tenía razón al preocuparse.

En la tienda, la señora Cesari agarró las cajas con sus enormes brazos, gritando instrucciones, y un montón de trabajadores pasó corriendo cerca de Marta para ocuparse de ellas. Sofía gritó «¡Adiós!», y desapareció entre la multitud. No quería distraer a Marta durante más tiempo. Además, quería estar sola para pensar. Corrió hacia su casa.
Ahora se veían fuegos artificiales en el campo cerca del río, donde se encontraba la feria, que competían con las llamaradas azules del castillo de Howl. Sofía se sintió, más que nunca, como una inválida.
Pensó y pensó durante toda la semana siguiente, pero el resultado fue que se sintió confusa y descontenta. Las cosas no parecían ser como ella había pensado. Estaba asombrada después de lo de Letty y Marta. Las había malinterpretado durante años. Aunque no creía que Fanny fuese el tipo de mujer que Marta decía.
Tuvo mucho tiempo para pensar, porque Bessy dejó la tienda para casarse, y Sofía estaba sola en la tienda casi todo el tiempo. La verdad es que Fanny estaba casi siempre fuera, de juerga o no, y no había muchos clientes que atender.
Al cabe de tres días, Sofía reunió todo el valor que pudo y preguntó a Fanny:

—Oye, ¿no debería cobrar un sueldo?

—¡Por supuesto, cariño! ¡Con todo lo que trabajas! –dijo Fanny cariñosamente, probándose un sombrero adornado con rosas delante del espejo de la tienda–. Hablaremos sobre ello en cuanto haya hecho las cuentas esta tarde…

Entonces salió, y no volvió hasta mucho después de que Sofía hubiera cerrado la sombrerería y se hubiera llevado algunos sombreros a casa para terminarlos.
Al principio, Sofía se sintió culpable por haber estado a punto de creer a Marta. Pero cuando Fanny no mencionó un sueldo, ni aquella tarde ni en toda la semana, Sofía comenzó a pensar que, después de todo, quizá Marta tenía razón.

—Quizá estoy siendo utilizada –comentó a un sombrero que estaba llenando de seda roja y de cerezas de goma–, pero alguien tiene que hacer esto, o no habrá ningún sombrero que vender…

Terminó aquel sombrero y comenzó a trabajar en un sombrero austero, blanco y negro, muy elegante, y un nuevo pensamiento surgió en su cabeza.

—¿Importa acaso que no haya sombreros que vender? –preguntó al sombrero elegante.

Miró alrededor, al montón de sombreros que esperaban ser adornados.

—¿Para qué me servís, eh? –les preguntó–. A mí, desde luego, para nada.

Y estuvo a punto de dejar la casa y salir a buscar fortuna, pero recordó que era la mayor, y que eso era imposible. Suspiró, y siguió con el sombrero.
La mañana siguiente, en la tienda, aún se sentía sola y descontenta. Entonces entró una mujer joven, con una cara bastante vulgar, sosteniendo un bonete de color champiñón por las cintas.

—¡Mira esto! –gritó–. ¡Me dijiste que éste como el bonete que Jane Farrier llevaba cuando conoció al conde. Y mentiste. ¡No me ha pasado nada!

—¡Pues no me extraña! –dijo Sofía, sin pararse a pensar lo que estaba diciendo–. ¡Si eres tan tonta como para llevar ese bonete con semejante cara, es que no serías lo suficientemente lista como para reconocer al mismísimo rey si te pidiera casarte con él! Aunque, claro, seguramente se habría convertido en piedra nada más verte.

La mujer la miró durante unos instantes con furia. Después, lanzó el bonete a Sofía y salió de la tienda como un huracán. Sofía lanzó el maltrecho bonete a la papelera. La regla era: ‘pierde el control, pierde al cliente’. Acababa de probarla. Se sintió culpable al pensar descubrir que había sido bastante divertido.
No tuvo tiempo para recuperarse. Oyó un ruido de ruedas y relinchos, y un carruaje tapó la ventana, oscureciendo la tienda. La campana de la tienda sonó, y entró la clienta más imponente que Sofía había visto hasta la fecha. Llevaba un lánguido abrigo negro, y relucientes diamantes parpadeando en su vestido negro. Pero los ojos de Sofía fueron directamente al sombrero que llevaba. Pluma de avestruz, teñida para reflejar los destellos de los diamantes pero seguir pareciendo negro. Era un sombrero caro. La cara de la mujer era hermosa hasta el último detalle. Su pelo castaño la hacía parecer muy joven, pero… Sofía se fijó en el hombre que había acompañado a la señora dentro de la tienda; un hombre con una cara algo informe, pelirrojo, que vestía ropas elegantes, pero estaba pálido y parecía algo conmocionado. Se quedó mirando a Sofía con una ligera expresión de horror. Era bastante más joven que la mujer. Sofía estaba muy sorprendida.

—¿Señora Hatter? –preguntó la mujer, con un tono musical pero autoritario.

—S-sí –dijo Sofía.

El hombre parecía sentirse peor. Sofía se preguntó si la mujer era su madre.

—He oído que aquí venden los sombreros más divinos –dijo la mujer–. Enséñemelos.

Sofía no contestó. Simplemente le enseñó sombreros. Ninguno era lo suficientemente bueno para alguien como aquella señora, pero podía sentir los ojos del hombre seguirla, y eso hacía que se sintiera incómoda. Cuanto antes descubriera la mujer que los sombreros no eran lo suficientemente buenos, antes se iría la extraña pareja.
La mujer comenzó a desechar sombreros instantáneamente.

—Hoyuelos –dijo al ver los bonetes rosas.

—Juventud –comentó al ver el gorro de color verde oruga.

—Atractivo misterioso –dijo sobre el de los velos brillantes–. Qué obvio. ¿Qué más tienes?

Sofía le enseñó el sombrero blanco y negro, que era el único en el que la mujer podía estar remotamente interesada.
La mujer lo miró con superioridad.

—Éste no sirve para nada. Está malgastando mi tiempo, señora Hatter.

—Sólo porque entrasteis a ver sombreros –dijo Sofía–. Ésta es sólo una tienda pequeña en un pueblo pequeño, señora. ¿Por qué… –vio que el hombre ahogaba una exclamación e intentaba prevenirla–… os habéis molestado en venir?

—Siempre me molesta que alguien intente oponerse a la voluntad de la Bruja del Páramo –dijo la mujer con voz gélida–. He oído hablar sobre usted, señora Hatter, y no me gusta su actitud ni su competencia. He venido para detenerla. Ahí va eso –sacudió la mano hacia Sofía.

—¡¿Queréis decir que sois la Bruja del Páramo?! –dijo Sofía con voz trémula. El miedo y la sorpresa habían hecho que su voz sonara extraña.

—La misma –dijo la mujer–. Y espero que esto le enseñe a no entrometerse en las cosas que me incumben.

—¡No creo que lo haya hecho! –graznó Sofía.

El hombre la estaba mirando con pánico, aunque ella no entendía por qué.

—¡Tiene que haber algún error! ¡Os habéis confundido!

—No hay ningún error, señora Hatter –dijo la Bruja–. Vamos, Gastón.

Se dio la vuelta, y caminó hasta la puerta. Mientras el hombre la abría para ella con una reverencia, la Bruja se giró y miró a Sofía:

—Por cierto, señora Hatter, no podrá decir a nadie que está bajo un hechizo.

Al cerrarse la puerta, la campanilla que pendía del marco tañó como las campanas de la iglesia en un funeral.
Sofía se llevó las manos a la cara, preguntándose por qué el hombre no había dejado de mirarla. Palpó unas suaves arrugas. Miró sus manos. También estaban llenas de arrugas, y eran huesudas, con grandes venas en el dorso y nudillos que parecían picaportes. Se subió un poco la falda gris y contempló sus delgados y decrépitos tobillos, que abultaban sus zapatos. Eran las piernas de una persona de noventa años, y parecían reales.
Sofía caminó hacia el espejo, y se dio cuenta de que cojeaba un poco. La cara que vio en el espejo estaba en calma, porque era justo lo que esperaba ver. Era la cara de una enjuta anciana, marchita y curtida, rodeada de ralos cabellos blancos. Sus ojos, amarillentos y húmedos, la miraban con una expresión más bien trágica.

—No te preocupes, antigualla –dijo Sofía a la cara–. Pareces bastante sana. Y, además, esto se parece más a como eres de verdad…

Consideró la situación con bastante calma. Todo parecía haberse vuelto lejano y tranquilo. Ni siquiera estaba particularmente enfadada con la Bruja del Páramo.

—Bueno, está claro que tendré que vérmelas con ella cuando tenga ocasión… –se dijo–. Pero, mientras tanto, si Letty y Marta pueden soportar haberse intercambiado, yo puedo aguantar ser así. Aunque no puedo quedarme aquí. A Fanny le daría un patatús. Vamos a ver… este vestido gris me queda bastante bien, pero también necesitaré mi chal, y algo de comida…

Renqueó hasta la puerta de la tienda, y colocó el cartel de CERRADO. Sus articulaciones crujían cuando se movía. Tenía que caminar agachada, y lentamente. Pero se alegró al descubrir que era una anciana en muy buena forma. No se sentía enferma, ni débil: sólo algo rígida y agarrotada. Se agachó para recoger su chal, y lo puso sobre su cabeza y brazos, como todas las ancianas hacían. Entonces, se arrastró dentro de la casa, donde metió en su bolso unas pocas monedas y una hogaza de pan, y queso. Salió de la casa, escondiendo la llave en el sitio de siempre, y continuó renqueando calle abajo, algo sorprendida por su propia calma.
Se preguntó si debía despedirse de Marta. Pero luego pensó que no le gustaba la idea de que Marta no pudiera reconocerla. Sería mejor irse, sin más. Pensó que escribiría a sus hermanas cuando llegara a dondequiera que fuese, y siguió caminando a través del campo en el que había estado la feria, por encima del puente, y por los campos que había tras él. Era una cálida tarde de primavera. Sofía descubrió que ser vieja no le impedía disfrutar de la vista y el olor de los setos en mayo, aunque los veía algo borrosos. Su espalda comenzó a doler. Caminaba con pasos firmes, pero un bastón no le habría venido mal. Miró en los setos mientras caminaba, buscando alguna clase de palo que pudiera utilizar.
Desde luego, su vista ya no era tan buena. Una vez le pareció ver un palo, a cosa de una milla o dos, pero cuando se acercó resultó ser la base de un viejo espantapájaros que alguien había tirado en la cuneta. Sofía lo levantó, y lo puso de pie. Tenía un nabo marchito por cabeza. Le dio un poco de pena. En lugar de desmontarlo y quedarse con el palo, lo clavó entre dos arbustos; y allí se quedó, ladeado, cerniéndose sobre el seto, con sus raídas mangas ondeando al viento.

—Así –dijo Sofía, y su ronca voz de anciana la sorprendió y la hizo soltar una ronca carcajada–. Ninguno de nosotros está en muy buen estado, ¿verdad? Quizás, si te dejo aquí, la gente te verá y alguien te devolverá a tu campo.

Rió un poquito mientras seguía caminando. Quizá estaba algo loca, pero las ancianas lo estaban a menudo.
Encontró un palo una hora después, cuando se sentó para comer su pan con queso. Se oían ruidos en los arbustos que había tras ella: pequeños graznidos ahogados, seguidos de estertores que hacían salir volando pétalos del seto. Sofía se agachó y, apoyada en sus huesudas rodillas, pasó por encima de hojas y flores, y entró en el seto. Allí encontró un pequeño perro gris. Estaba atrapado por un palo que se había, de alguna manera, enganchado en una cuerda que el perro llevaba atada alrededor del cuello. El palo se había atascado entre dos ramas, de modo que el perro apenas podía moverse. Miró a Sofía con ojos desorbitados.
Sofía, como muchas chicas, temía a los perros. Incluso como vieja, la alarmaban las dos filas de dientes blancos que había en las abiertas mandíbulas del animal. Pero se dijo: «En este estado en el que estoy, tampoco hay mucho por lo que preocuparme», y buscó en su bolsillo las tijeras que utilizaba cuando cosía. Comenzó a cortar la cuerda que envolvía el cuello del perro.
El perro estaba muy furioso. Retrocedió y gruñó. Pero Sofía siguió cortando con audacia.

—Te asfixiarás o morirás de hambre –dijo al perro con su voz ronca– si no dejas que te saque de aquí. De hecho, parece que alguien ya ha intentado estrangularte. Quizá por eso estás tan enfadado.

La soga había sido atada con mucha fuerza alrededor del cuello del perro, y se había liado en el palo con igual firmeza. Tuvo que seguir serrándola con las tijeras durante bastante tiempo hasta que se partió y el perro pudo alejarse del palo.

—¿Quieres algo de pan con queso? –preguntó Sofía. Pero el perro simplemente gruñó, salió del seto arrastrándose, y se escabulló.

—Eso es lo que yo llamo gratitud –dijo Sofía, frotando sus magullados brazos–. Pero bueno; a pesar de eso, me has dejado algo.

Se agachó y cogió el palo en el que se había enganchado el perro, y se dio cuenta de que en realidad era un bastón, finamente adornado y con una punta de metal. Sofía terminó su pan y su queso, y siguió caminando. El camino se volvió cada vez más empinado, y el bastón le fue de gran ayuda. También era algo con lo que poder hablar. Sofía continuó, decidida, hablando con su bastón. A fin de cuentas, muchos ancianos hablan consigo mismos.

—Ya van dos encuentros –dijo–, y nada de gratitud de parte de ninguno. Aunque eres un buen bastón. No me quejo. Pero seguro que tendré un tercer encuentro. De hecho, exijo uno. Me pregunto quién será.

El tercer encuentro lo tuvo hacia el final de la tarde, cuando Sofía ya había subido por gran parte de las colinas. Un hombre bajaba por la cuesta hacia ella. «Un pastor», pensó Sofía. Era un hombre de unos cuarenta años o así. «Hay que ver» pensó Sofía, «esta mañana lo habría visto como un viejo. ¡Hay que ver como cambia el punto de vista de una!».
Cuando el pastor la vio murmurando, se movió cuidadosamente hacia el lado opuesto del camino, y dijo:

—¡Buenas tardes, abuela! ¿A dónde va?

—¿Abuela? Que yo sepa, no soy tu abuela, joven.

—Es una manera de hablar –dijo el pastor, aplastándose contra el lado opuesto–. Sólo estaba siendo amable, porque la veo caminar por las colinas tan tarde… No llegará hasta Plegado Alto antes del anochecer, ¿no?

Sofía no lo había considerado. Se detuvo en medio del camino, y recapacitó.

—Bueno, en realidad no importa demasiado… –dijo, más bien para sí misma–. No puedes ser quisquilloso cuando has salido a buscar fortuna.

—Ah, ¿no, abuela? –dijo el pastor.

Había caminado por el borde del camino y ya había pasado a Sofía. Parecía sentirse mejor.

—¡Entonces le deseo suerte, siempre que esa fortuna no tenga nada que ver con carne humana!

Y se alejó deprisa, dando grandes zancadas; no llegaba a correr, pero casi. Sofía lo siguió con la mirada, indignada.

—¡Ha pensado que yo era una bruja! –dijo a su palo.

Pensó en asustar al pastor gritándole cosas raras, pero luego pensó que no habría sido muy amable. Siguió trepando cuesta arriba, murmurando. Pronto, los setos dieron paso a cunetas desiertas, y la tierra que había más allá se convirtió en una meseta cubierta de brezo, y detrás no había más que tierra empinada, cubierta de ondeante hierba amarilla. Sofía continuó, inexorable. Sus viejos tobillos dolían, y su espalda, y sus rodillas. Estaba demasiado cansada como para seguir hablando con su bastón, y simplemente caminó, jadeante, hasta que el sol tocó las montañas. Y entonces, quedó claro que no podía dar ni un paso más.
Se dejó caer sobre una roca en la cuneta, preguntándose que iba a hacer. «¡La única clase de fortuna que realmente deseo ahora es una silla cómoda!», exclamó.
La roca era una especie de promontorio que ofreció a Sofía una magnífica vista del camino que había recorrido. Podía ver casi todo el valle extendiéndose bajo el sol poniente, los campos y paredes y setos, y el sinuoso río, y las elegantes mansiones de la gente rica, que surgían de entre los árboles, bajo las montañas azules que se veían, pequeñas, en la distancia. Justo debajo de ella, al fondo del barranco, estaba Mercado Desportillado. Sofía bajó la vista hacia todas aquellas calles conocidas. Allí estaba la Plaza del Mercado, y Cesari’s. Podría haber tirado una piedra y habría caído en la chimenea de la casa vecina a la sombrerería.

—¡Que cerca está! –dijo Sofía, desanimada–. ¡Toda esta caminata sólo para terminar encima de mi propio tejado!

La roca se volvió cada vez más fría mientras se ponía el sol. Un viento cortante y desagradable soplaba hacia Sofía, sin importar hacia qué lado mirase. Ahora sí le parecía preocupante quedarse en las colinas durante la noche. Se dio cuenta de que cada vez le venía más a la cabeza el la imagen de una butaca junto al fuego, así como pensamientos sobre la oscuridad y sobre animales salvajes. Pero si iniciaba el regreso a Mercado Desportillado, ya sería medianoche para cuando llegase. De modo que también podía, simplemente, continuar. Suspiró y se puso en pie con un crujido. Todo le dolía. Era horroroso.

—¡Nunca me había dado cuenta… de lo que tienen que soportar… las personas mayores! –jadeó, mientras continuaba su ascensión–. Aunque… creo que ningún lobo… intentará comerme. Mi carne es… demasiado… dura y seca. Eso… es un alivio.

La noche comenzó pronto, y la tierra parecía azul y negra. El viento era aún más cortante. Los jadeos de Sofía y los crujidos de sus miembros sonaban tan fuertes en sus oídos que tardó un ratito en darse cuenta de que una parte de los chirridos y bufidos no venían de ella. Alzó la vista.
El castillo del mago Howl se contoneaba, entre temblores, hacia ella. Humo oscuro salía de sus negras almenas. Era tan alto y delgado, y parecía tan pesado y feo y tenía un aspecto tan siniestro… Sofía se apoyó en su bastón, y se quedó contemplándolo. No estaba muy asustada. Se preguntó cómo se movía. Pero lo que más ocupaba su mente era que todo aquel humo debía de venir de un fuego muy, muy grande, que se encontraba tras aquellas paredes.

—Bueno, ¿por qué no? –dijo a su bastón–. No creo que el mago Howl quiera mi alma para su colección. Sólo rapta chicas jóvenes.

Alzó el bastón y lo agitó imperiosamente.

—¡DETENTE! –gritó.

El castillo, obediente, chirrió y se detuvo a unos cincuenta pies de ella. Sofía, agradecida, renqueó hacia él.