domingo, 29 de julio de 2007

Capítulos 3 y 4.

Aquí tenéis dos capítulos. A partir de ahora, debería haber un capítulo cada domingo por la noche.

Ya he leído dos veces Harry Potter and the Deathly Hallows. Y ahora que sé qué es lo que llaman Deathly Hallows, os aseguro que, digan lo que digan en la tele o los periódicos, la traducción correcta del título no es los benditos moribundos ni la santa muerte, ni ninguna chorrada así.

Harry Potter and the Deathly Hallows = Harry Potter y las Reliquias Mortales.

Es que ya sólo faltaba que en alguna revista dijeran que el título es Jarry Póter y al calamar gigante frito que nadaba en la tetera llena de uñas del pie de tu abula materna. Y, aún así, he visto teorías peores, creedme...

Pero bueno, los capítulos esos (recordad que, para cualquier clase de queja os ugerencia, podéis enviarme un correo a kalimotxoconpatatas@yahoo.es):


CAPÍTULO 3,

en el que Sofía entra
en un castillo y en un contrato.
HABÍA UNA GRAN PUERTA NEGRA en la pared que se encontraba frente a Sofía, y ella cojeó hacia allí. El castillo, visto de cerca, parecía aún más feo que antes. Era demasiado alto, y tenía una forma un tanto irregular. Aunque Sofía no podía ver mucho en la oscuridad, observó que estaba construido con grandes bloques negros, que parecían ser de carbón, y que tenían tamaños y formas diferentes. Aire frío parecía salir de los bloques, pero eso no asustó a Sofía. Sólo podía pensar en butacas y chimeneas, y estiró su mano hacia la puerta.
No pudo tocarla. Una especie de pared invisible que se encontraba a unos centímetros de la puerta impedía que se acercara. Sofía la pinchó con el dedo, irritada. Seguía sin poder tocarla. La tanteó con el bastón. La barrera parecía extenderse desde la máxima altura que podía alcanzar con el bastón hasta el brezo que asomaba por debajo de la pared.

—¡Ábrete! –gruñó Sofía.

La pared no le hizo caso.

—Muy bien –dijo Sofía–. Entonces será por la puerta trasera.

Cojeó hacia la esquina izquierda del castillo, porque se encontraba más cerca y el camino era cuesta abajo. La pared invisible la detuvo en cuanto intentó rodear la esquina. Entonces, Sofía dijo una palabra que Marta le había enseñado y que nadie, ni ancianas ni jóvenes, deberían conocer, y se dirigió a zancadas hacia la esquina que estaba a su derecha. Allí no había barrera. Rodeó esa esquina y caminó hacia la puerta negra que había en el centro de aquella pared.
También había una barrera cubriendo aquella puerta. Sofía le dirigió una mirada asesina.

—¡Esto no es lo que yo llamo una bienvenida! –dijo.

Nubes de humo negro salieron de las almenas. Sofía tosió. Ahora estaba furiosa. Era vieja, se sentía débil, tenía frío, y todo le dolía. Ya era casi de noche, y el castillo estaba allí plantado y le lanzaba humo a la cara.

—¡Tendré unas palabras con Howl sobre esto! –dijo, y se dirigió a la próxima esquina.

Allí no había barrera. Parecía evidente que sólo se podía rodear el castillo en el sentido contrario a las agujas del reloj. Allí, en la pared, había una tercera puerta. Ésta era mucho más pequeña, y estaba en mal estado.

—¡Bueno, por fin encuentro la puerta trasera! –exclamó Sofía.

El castillo comenzó a moverse de nuevo. El suelo tembló. La pared se sacudió y crujió, y la puerta comenzó a alejarse de ella hacia un lado.

—¡Oh, no! ¡De eso ni hablar! –gritó Sofía.

Corrió tras ella y la golpeó con fiereza con su bastón.

—¡Ábrete! –gritó.

La puerta se abrió hacia dentro, pero siguió moviéndose de lado. Sofía renqueó y consiguió poner un pie en el umbral. Dio un salto, tropezó, y dio un salto otra vez, mientras los bloques negros crujían y rechinaban. El castillo ganó velocidad mientras descendía por la colina. A Sofía no le extrañaba ya que tuviera una silueta tan torcida. De hecho, era una maravilla que no se cayera a pedazos allí mismo.

—¡Qué manera tan estúpida de tratar a un edificio! –jadeó mientras se dejaba caer dentro.

Tuvo que dejar caer su bastón y agarrarse más a la puerta para evitar que fuera lanzada fuera de un bandazo.
Cuando recuperó la respiración, se percató de que había un chico frente a ella, agarrando la puerta. Ganaba una cabeza a Sofía, pero ella podía ver que era sólo un niño, quizá un año mayor que Marta. Y parecía querer cerrarle la puerta en las narices y dejarla tirada allí fuera, en la oscuridad de la noche, lejos de la habitación de techo bajo, caliente e iluminada, que podía verse tras él.

—¡Ni se te ocurra cerrarme la puerta, chico! –dijo Sofía.

—¡No iba a hacerlo, pero la está manteniendo abierta! –protestó él–. ¿Qué quiere?

Sofía dirigió la vista hacia lo que había tras el chico. De las vigas colgaban muchas cosas que parecían pertenecer a un mago: manojos de hierbas, ristras de ajos, y haces de extrañas raíces. También había cosas que eran definitivamente de un mago: libros de gastadas tapas de cuero, botellas de formas extrañas, y una vieja calavera humana de color pardusco que ostentaba una sonrisa permanente.
En la pared opuesta había una chimenea. Un pequeño fuego ardía en el hogar. Era mucho más pequeño de lo que podía deducirse tras ver el humo que salía de las torres. Aunque era bastante obvio que esto no era más que una pequeña parte del castillo. De todas formas, lo que realmente importaba a Sofía era que el fuego había llegado a ese estado en el que es más bien rosa, con pequeñas llamitas azules brillando en los bordes, y había una silla con un cojín muy cerca, en la posición perfecta para calentarse.
Sofía empujó a un lado al chico y se dejó caer en la silla.

—¡Esto sí que es una fortuna! –dijo, moviéndose para estar más cómoda.

Era una bendición. La silla mantuvo su espalda mientras el fuego aplacaba sus dolores; y pensó que si, en aquél momento, alguien quería echarla de allí, tendría que utilizar magia muy poderosa para hacerlo.
El chico cerró la puerta. Entonces, recogió del suelo el bastón de Sofía, y lo apoyó amablemente en la silla. Ella se dio cuenta de que no había ningún signo de que el castillo estuviera deslizándose por las colinas: ni un solo crujido ahogado. «¡Qué raro!», pensó.

—Di al mago Howl –dijo al chico– que este castillo se va a desmoronar si viaja mucho más.

—Está encantado para mantenerse en pie –respondió él–. Pero me temo que Howl no se encuentra aquí ahora mismo.

Esto, para Sofía, era buenas noticias.

—¿Y cuándo volverá? –preguntó, algo nerviosa.

—Seguramente no hasta mañana… ¿Qué busca? Quizá yo pueda ayudarla: soy el aprendiz de Howl, Michael.

Esto sí que era buenas noticias.

—No, me temo que sólo el mago Howl podría ayudarme –dijo Sofía rápidamente.

Lo más probable es que fuera cierto

—Esperaré, si no te importa.

Estaba claro que a Michael sí le importaba. Merodeó un poco sin saber muy bien qué hacer. Para demostrarle que un simple aprendiz no iba a echarla de ninguna manera, Sofía cerró los ojos y fingió dormir.

—Dile que mi nombre es Sofía… –murmuró–. La vieja Sofía –añadió, por si acaso.

—¡Entonces tendré que esperar toda la noche…! –dijo Michael.

Ya que esto era exactamente lo que Sofía quería, pretendió que no lo oía. De hecho, comenzó a dar cabezadas. Estaba realmente cansada después de caminar durante tanto tiempo. Momentos después, Michael desistió y se fue a continuar el trabajo que estaba realizando en la mesa en la que estaba la lámpara.
De modo que Sofía iba a poder refugiarse durante toda una noche, aunque hubiera tenido que mentir un poco. Ya que Howl era un hombre tan malvado, se merecía que se aprovecharan de él… Aunque Sofía pretendía estar muy lejos de allí cuando él volviera y se quejara. Volvió la cabeza cautelosamente para mirar a Michael. Era sorprendente que fuera un chico tan amable. Después de todo, ella había allanado el castillo de una forma un tanto maleducada, y él no se había quejado, prácticamente. Quizá Howl lo obligaba a comportarse de forma servil. Pero Michael no parecía comportarse como un esclavo. Era un chico alto y moreno, con una cara abierta y agradable, y bien vestido. De hecho, si en aquel momento Sofía no lo hubiera visto verter cuidadosamente líquido verde de un matraz en el polvo negro que contenía una torcida jarra de cristal, seguramente habría pensado que era el hijo de un granjero rico. ¡Qué extraño!
«Bueno, pero las cosas suelen ser raras cuando hay magos de por medio», pensó Sofía. «Y esta cocina, o taller, o lo que sea, es tranquila y acogedora.» Sofía se durmió del todo, y roncó. No despertó cuando hubo una repentina explosión en la mesa, seguida por una palabrota de Michael. No se inmutó cuando, lamiendo sus dedos quemados, Michael guardó el hechizo y sacó pan y queso del armario. No hizo el menor movimiento cuando Michael tropezó con su bastón al caminar hacia la chimenea, tirándolo al suelo con estrépito; ni cuando, tras mirar dentro de su abierta boca, Michael comentó a la chimenea:

—Vaya, tiene la dentadura completa. No es la Bruja del Páramo, ¿no?

—No la habría dejado entrar si lo hubiera sido –replicó la chimenea.

Michael se encogió de hombros y recogió el bastón de Sofía. Luego puso un leño más en el fuego y pudieron oírse sus pasos al subir unas escaleras para irse a la cama.
En mitad de la noche, unos ronquidos despertaron a Sofía. Dio un brinco; luego se percató, irritada, de que el ronquido había sido suyo. Le pareció que sólo había caído dormida durante unos segundos… pero parecía que, en esos segundos, Michael se había esfumado, llevándose la luz con él. Pero era probable que un aprendiz de mago aprendiera a hacer esa clase de cosas en su primera semana. Había dejado el fuego muy bajo. Soltaba molestos chasquidos y siseos. Una fría corriente de aire congelaba su espalda. Sofía recordó que estaba en el castillo de un mago, y también que había un cráneo humano en una mesa tras ella.
Se estremeció, y volvió su agarrotado cuello hacia todas las direcciones, pero alrededor de ella no había más que oscuridad.

—¿Qué tal un poco más de luz, eh? –murmuró.

Los crujidos de su voz se asemejaban al crepitar del fuego. Sofía estaba sorprendida: había esperado que el eco resonara por el castillo. Había una cesta con leña junto a ella. Estiró un brazo entre crujidos y lanzó un leño al fuego, que envió chispas verdes y azules chimenea arriba. Puso otro leño y se volvió a sentar, no sin antes dirigir una mirada nerviosa a su espalda, a la calavera en cuya superficie ocre bailaban destellos azules y violáceos provenientes del fuego. El cuarto era muy pequeño, y los únicos en él eran Sofía y la calavera.

—Él tiene ambos pies en la tumba, y yo sólo tengo uno –se consoló.

Continuó mirando el fuego, cuyas llamas eran ahora azules y verdes.

—Debe de ser porque hay sales en la madera –murmuró.

Se acomodó en el sillón, colocó sus nudosos pies en el guardafuego su cabeza una esquina del respaldo, y se quedó mirando las llamas de colores, pensando en lo que haría al día siguiente. Se distrajo un poco porque empezó a imaginar una cara en las llamas.

—Sería una cara delgada y azul… –murmuró–. Muy larga y delgada, con una nariz también azul… Y esas llamaradas verdes y rizadas ahí encima son tu pelo, seguro… ¿Qué pasaría si me quedara aquí hasta que Howl volviera? Los magos pueden quitar maldiciones, supongo. Y esas llamas moradas que están ahí abajo son tu boca… oye, tienes unos dientes muy afilados Y tienes dos mechones de fuego verde como cejas…

Curiosamente, las únicas llamas naranjas del fuego estaban bajo las cejas verdes, y Sofía imaginó que los dos destellos violetas en sus centros estaban mirándola, como las pupilas de unos ojos…

—… Por otra parte –continuó Sofía–, se comería mi corazón en cuanto me hubiera quitado el maleficio…

—¿Y no quieres que nadie se coma tu corazón? –le preguntó el fuego.

Sin lugar a dudas, era el fuego quien había hablado. Sofía podía ver su boca morada moverse mientras las palabras salían de ella. Su voz era tan ronca como la de Sofía, era parecida al crepitar y sisear de la madera quemándose.

—Claro que no –contestó Sofía–. ¿Qué eres tú?

—Un demonio del fuego –contestó la boca morada.

Había un ligero tono de queja en su voz.

—Estoy atado a este fogón por un pacto. No puedo moverme de este lugar… –entonces, su voz recuperó el tono abrupto y los crujidos–. ¿Y tú que eres? –preguntó–. Parece que estás bajo un maleficio.

Esto sacó por completo a Sofía de su estado de duermevela.

—¡Lo puedes ver! –exclamó, excitada–. ¿Podrías deshacerlo?

Hubo un momento de silencio mientras los ojos naranjas que flameaban en la cara azul del demonio recorrían a Sofía con la mirada.

—Es un hechizo poderoso… –dijo–. Se parece a los de la Bruja del Páramo, en mi opinión.

—Lo es –dijo Sofía.

—Pero parece más que eso… –crujió el demonio–. Detecto dos capas. Y, claro, no serás capaz de hablar sobre él a nadie, a menos que ya lo sepan… –se quedó mirando a Sofía durante un momento–. Tendré que estudiarlo.

—¿Y cuándo tardarás?

—Un tiempo… –dijo el demonio.

Y añadió, ondeando de forma persuasiva:

—¿Y si haces un pacto conmigo? Romperé tu maleficio si rompes el contrato en el que estoy metido.

Sofía miró con cautela a la cara delgada y azul del demonio. Tenía una mirada astuta mientras hacía la propuesta. Todo lo que había leído sobre pactar con demonios demostraba que era muy peligroso. Y éste parecía especialmente malvado. Aquellos dientes morados…

—¿Estás siendo completamente honesto? –dijo Sofía.

—No del todo –admitió el demonio–. ¿Pero de verdad querés quedarte así hasta que mueras? Esa maldición ha acortado tu vida unos sesenta años, creo yo.

Este pensamiento no era agradable, y Sofía había intentado apartarlo de su mente hasta ahora. Pero era algo a tener en cuenta.

—Ese contrato del que formas parte… –dijo–, es con el mago Howl, ¿no?

—Sí, claro –dijo el demonio. Su voz adoptó de nuevo el tono quejumbroso–. Estoy atado a esta chimenea y no puedo alejarme más que unos pocos centímetros. Me obligan a hacer casi toda la magia que necesiten. Tengo que mantener el castillo en pie, y moverlo, y hacer todos los efectos especiales que asusten a la gente, y cualquier otra cosa que Howl quiera. No tiene corazón, ¿sabes?

Sofía no necesitaba que le recordaran que Howl era despiadado. Aunque, por otra parte, era probable que el demonio fuese aún más retorcido.

—¿Ganas algo con este contrato? –le preguntó Sofía.

—No lo habría firmado si no me beneficiara –dijo el demonio, llameando tristemente–. Pero no lo habría hecho si hubiera sabido cómo iba a ser… Estoy siendo explotado.

A pesar de que intentaba actuar con cautela, Sofía no pudo evitar que el demonio le diera pena. Pensó en sí misma, cosiendo sombreros mientras Fanny se iba de juerga por ahí.

—Vale, está bien –dijo–. ¿Cuáles son las condiciones del contrato? ¿Cómo lo rompo?

Una sonrisa morada se extendió por la cara azul del demonio.

—Entonces, ¿hacemos el pacto?

—Sí, si rompes mi maldición –contestó Sofía, sintiendo que acababa de decir algo fatal.

—¡Hecho! –gritó el demonio del fuego, y su cara ondeó alegremente chimenea arriba–. ¡Romperé tu hechizo en el mismo instante en que rompas mi contrato!

—Entonces dime cómo lo tengo que hacer –dijo Sofía.

Los ojos naranjas se quedaron fijos en ella durante un momento, y luego miró hacia otro lado.

—No puedo. Una parte del contrato es que ni Howl ni yo podemos explicar a nadie la cláusula principal.

Sofía se dio cuenta de que había sido engañada. Abrió la boca para decir al demonio que podía quedarse en aquella chimenea hasta que llegara el fin del mundo.
El demonio vio cuáles eran sus intenciones.

—¡Espera! ¡Para y piénsalo! –crujió–. Podrás averiguarlo si prestas atención. Te rugo que lo intentes. Ese contrato no está haciendo ningún bien a ninguno de nosotros. ¡Y yo cumplo mi palabra! El hecho de que esté aquí esclavizado lo prueba, ¿no?

Estaba siendo sincero, y se inclinaba sobre sus troncos agitadamente. Sofía volvió a sentir compasión por él.

—Pero si tengo que prestar atención y todo eso, tendré que quedarme a vivir aquí, en el castillo de Howl… –objetó.

—Sólo por un mes o así. Recuerda, yo también tengo que estudiar tu maleficio –dijo el demonio del fuego.

—¿Pero qué clase de excusa podría dar para eso? –preguntó Sofía.

—Ya pensaremos en una. A Howl se le da mal hacer un montón de cosas. De hecho –continuó el demonio, siseando con la lengua–, suele estar pensando en sí mismo tanto que no ve lo que ocurre bajo sus narices. Podemos engañarlo… si decides quedarte.

—Bien –dijo Sofía–, pues me quedaré. Ahora encuentra una excusa.

Se puso cómoda en la butaca mientras el demonio del fuego pensaba. Hablaba consigo mismo, emitiendo un murmullo crujiente y chispeante que recordó a Sofía cómo ella había hablado a su bastón mientras caminaba, y flameaba con tanta energía que Sofía empezó a dormirse de nuevo. Le pareció que el demonio hacía varias sugerencias. Más tarde, recordaría haber negado con la cabeza cuando el demonio pensó que podía fingir ser una tía abuela de Howl que éste nunca había conocido, y recordaría también un par más de ideas que eran aún más ridículas. Al final, el demonio empezó a cantar, susurrando, una canción preciosa. Era como una nana, y la letra no estaba en ningún lenguaje que Sofía conociera, o al menos eso pensó hasta que oyó claramente la palabra «sartén» varias veces.
Sofía se durmió profundamente, aunque con la sospecha de que estaba siendo embrujada. Pero no se preocupó mucho. Pronto estaría libre de la maldición…
CAPÍTULO 4,

en el que Sofía descubre
cosas muy raras.
CUANDO SOFÍA DESPERTÓ, la luz del sol le daba de lleno en la cara. Ya que no recordaba que hubiera ventanas en el castillo, lo primero que pensó fue que se había quedado dormida mientras cosía, en casa. Del fuego frente a ella sólo quedaba un puñado de carbón rosáceo y ceniza blanca, y eso la convenció de haber soñado que había un demonio del fuego. Pero sus primeros movimientos le indicaron que había algo que no había soñado. Todo su cuerpo estaba agarrotado y crujía.

—¡Au! –exclamó–. ¡Me duele todo!

La voz que dijo eso era débil y ronca. Palpó su cara con sus manos huesudas, y sintió sus arrugas. Entonces, descubrió que había pasado todo el día anterior en estado de shock. Estaba enfadada con la Bruja del Páramo por hacerle algo así, muy enfadada; estaba enormemente furiosa.

—¡Irrumpiendo en tiendas y volviendo vieja a la gente! –gritó–. Oh, ¡qué no le haría yo ahora mismo!

Su mal humor la hizo saltar de la butaca en una salva de chasquidos y crujidos y renquear hacia la inesperada ventana. Se encontraba sobre la mesa. Para su asombro, la vista desde la ventana era la de un pueblo junto al mar. Podía ver una calle inclinada, sin pavimentar, rodeada de pequeñas casas de aspecto pobre, y había mástiles asomando por detrás de los tejados. Tras ellos, vislumbró el mar, algo que no había visto en su vida.

—¿Pero dónde diablos estoy? –preguntó Sofía a la calavera en la mesa–. ¡No espero que me contestes, amigo! –añadió, al recordar que estaba en el castillo de un mago, y siguió echando una ojeada a la habitación.

Era un cuarto bastante pequeño, con grandes vigas negras en el techo. Visto a la luz del sol, se veía que estaba terriblemente sucio. Las piedras del suelo estaban manchadas y grasientas, había ceniza apilada en el guardafuego y las telarañas pendían del techo como enormes goterones de polvo. La calavera estaba cubierta de polvo. Sofía lo quitó mientras iba a mirar el fregadero próximo a la mesa. Sintió un escalofrío al ver el barro gris rosáceo que lo llenaba, y el líquido blanco que goteaba del grifo sobre el fregadero. Parecía obvio que a Howl no le importaba que sus sirvientes vivieran en la miseria.
El resto del castillo tenía que estar tras alguna de las cuatro puertas pequeñas y negras que había en la habitación. Sofía abrió la más cercana, la que estaba en la pared tras la mesa. Daba a un enorme cuarto de baño. Por un lado, era un baño que normalmente sólo se encontraría en un palacio, lleno de lujos como un inodoro privado, una ducha con cortina, una gigantesca bañera con patas en forma de garra, y espejos en todas las paredes. Por otro lado, estaba aún más sucio que la habitación anterior. Sofía hizo una mueca de dolor cuando miró el inodoro, se estremeció al ver el color de la bañera, retrocedió al ver que crecían algas en la ducha, y evitó mirarse en los espejos, en los que había salpicadas gotas de sustancias desconocidas.
Las sustancias desconocidas estaban alineadas en un enorme estante sobre la bañera. Estaban en jarros, cajas, tubos, y cientos de paquetitos marrones y bolsas de papel. La mayor jarra tenía una etiqueta. En ella estaba escrito «POLVO SECADOR» con letra torcida. Cogió un paquete al azar. Tenía escrito «PIEL», y lo dejó sobre el estante de inmediato. Otra jarra decía «OJOS», con la misma letra. Una probeta tenía escrito «PARA EL DETERIORO».

—Parece que funciona –murmuró Sofía, estremeciéndose al mirar dentro del lavabo.

El agua cayó en el lavabo como una cascada cuando giró un pomo verde-azulado, que quizá había sido de metal años atrás, y el lavabo pareció limpiarse y tener un aspecto algo más decente. Sofía lavó sus manos en el agua, intentando no tocar el lavabo, pero no se atrevió a usar el POLVO SECADOR después. Secó las manos en su falda y se dirigió a la siguiente puerta.
Tras esta había una escalera cuyos peldaños eran desvencijados tablones de madera. Sofía oyó a alguien haciendo ruido allí arriba y cerró la puerta rápidamente. De todas maneras, las escaleras parecían llevar sólo a alguna clase de desván. Se dirigió hacia la siguiente puerta. Para ahora se movía perfectamente. Aunque vieja, estaba en buen estado de salud, como había descubierto el día anterior.
La tercera puerta daba a un pequeño patio trasero con altas paredes de ladrillo. En él había una pila de leños y, apilados casi hasta el final de la pared, montones de lo que parecía chatarra, ruedas, cubos, planchas de metal y cables. Sofía cerró también esta puerta, intrigada, porque lo que acababa de ver no parecía encajar con el castillo. Las paredes acababan en el cielo. Lo único que se le ocurrió fue que estaba en el lado del castillo que no había podido ver el día anterior por culpa de la barrera invisible.
Abrió la cuarta y última puerta, y resultó que era simplemente una escobera. Dos capas de terciopelo colgaban de las escobas. Sofía la volvió a cerrar, despacio. La única otra puerta era aquella por la que había entrado la noche anterior. Caminó hasta ella y la abrió cautelosamente.
Se quedó mirando durante un momento las colinas que se movían y el brezo que se deslizaba por debajo de la puerta y se alejaba de ella, sintiendo el viento mover su pelo ralo y escuchando los temblores y chirridos de los grandes bloques de piedra mientras el castillo se movía. Entonces, cerró la puerta y fue a la ventana. Allí estaba el pueblo portuario otra vez. No era una pintura; una mujer había abierto la puerta de una casa frente a la ventana y estaba sacando el polvo a la calle con una escoba. Tras esa casa, una vela gris subía por un mástil, asustando a unas gaviotas que salieron volando y se quedaron allí, en el aire, trazando círculos sobre el mar reluciente.

—No lo entiendo… –dijo Sofía a la calavera.

Entonces, ya que el fuego parecía estar a punto de apagarse, puso un par de leños encima y aprovechó para quitar parte de la ceniza.
Unas llamas verdes reptaron entre los troncos, pequeñas y ondulantes, y se transformaron en una cara larga y azul con pelo verde flameante.

—¡Buenos días! –saludó el demonio del fuego–. ¡No olvides que tenemos un pacto!

Así que no había sido un sueño. Sofía no solía llorar, pero se quedó sentada en la butaca durante un rato, mirando al demonio del fuego, y ni siquiera prestó atención a los sonidos que hizo Michael al levantarse hasta que se percató de que estaba de pie al lado de ella, con expresión avergonzada pero algo exasperada.

—Con que aún está aquí –dijo–. ¿Pero qué quiere?

Sofía sorbió por la nariz.

—Soy vieja… –comenzó.

Pero sucedió tal y como la Bruja había dicho y el demonio había adivinado.

—Bueno, eso acaba pasándonos a todos –dijo Michael alegremente–. ¿Quiere algo para desayunar?

Sofía se dio cuenta de que realmente era una anciana en plena forma. Tras haber comido sólo pan con queso la noche anterior, estaba hambrienta.

—¡Sí! –dijo, y cuando Michael se dirigió a la alacena en la pared, estiró el cuello para ver, por encima de su hombro, qué había para comer.

—Me temo que sólo hay pan con queso –dijo Michael.

—¡Pero si ahí hay una cesta con huevos! –dijo Sofía–. ¿Y eso no es panceta? ¿Y qué tal una bebida caliente? ¿Dónde está la tetera?

—No hay –contestó Michael–. Howl es el único que puede cocinar.

—¡Yo puedo cocinar! –dijo Sofía–. Desengancha esa sartén y te enseñaré.

Intentó alcanzar la gran sartén negra que pendía de la pared de la alacena, pero Michael se lo intentó impedir.

—No es eso –dijo Michael–. Es Cálcifer, el demonio del fuego. No permitirá que nadie más que Howl cocine en su cabeza.

Sofía se dio la vuelta y miró al demonio del fuego. El la miró con una expresión maligna.

—¡Me niego a que abusen de mí! –dijo.

—¿Quieres decir –dijo Sofía, mirando a Michael– que no podéis ni beber algo caliente si Howl no está aquí?

Michael asintió, avergonzado.

—¡Entonces es de ti de quién están abusando! –dijo Sofía–. ¡Dame eso!

Arrancó la sartén de la suspicaz mano de Michael, vertió panceta dentro, metió una práctica cuchara de madera en la cesta de huevos, y caminó hacia la chimenea con todo ello.

—Y ahora, Cálcifer –dijo–; déjate de tonterías y agacha la cabeza.

—¡No puedes obligarme! –espetó el demonio de fuego.

—¡Oh, sí que puedo! –gritó Sofía, con la ferocidad que, muchas veces, había detenido a sus hermanas en medio de una pelea–. Si no lo haces, te echaré agua. O tomaré los atizadores y te quitaré los dos troncos –añadió mientras de ponía de cuclillas frente a la chimenea, y susurró–: O puedo olvidar nuestro pacto o hablar a Howl sobre él, ¿no?

—¡Oh, maldición! –escupió Cálcifer–. ¿Por qué la dejaste entrar, Michael?

Triste, agachó la cabeza hasta que todo lo que podía verse de él era un círculo de llamas verdes bailando en los troncos.

—Muchas gracias –dijo Sofía, y colocó la pesada sartén encima mismo del círculo de llamas para asegurarse de que Cálcifer no se levantara de repente.

—Espero que se te queme la panceta… –murmuró Cálcifer, su voz ahogada por la sartén.

Sofía puso las rodajas de panceta en la sartén. Estaba caliente. La panceta siseó, y Sofía tuvo que envolver su mano con la falda para poder agarrar el mango. La puerta se abrió, pero Sofía no lo oyó a causa del siseo de la panceta.

—No seas tonto –estaba diciendo a Cálcifer–. Y quédate quieto, que voy a echar los huevos.

—Oh; hola, Howl –dijo Michael, impotente.

Sofía se dio la vuelta al oír aquello, rápidamente. Se quedó paralizada. El joven alto que vestía un traje azul y plateado que acababa de entrar estaba dejando una guitarra apoyada en la esquina, pero se detuvo al verla. Apartó su hermoso pelo de sus extraños ojos verdes, que parecían de cristal, y también se quedó mirando. Su cara larga y angulosa estaba perpleja.

—¿Quién demonios eres? –dijo Howl–. ¿Dónde te he visto yo antes?

—Soy una completa desconocida –mintió Sofía con firmeza.

A fin de cuentas, Howl sólo la había conocido durante el tiempo suficiente para llamarla «pequeño ratón», de modo que era casi cierto. Debería haber estado agradecida por haber escapado aquella vez, supuso, aunque lo único que podía pensar entonces era «¡Madre mía! ¡Será cruel y malvado, pero Howl sólo es un chico de veinte años!». Mientras daba la vuelta a la panceta en la sartén, pensó en lo diferente que era ser vieja. Y habría muerto antes de permitir que aquel chico arrogante supiera que ella era la chica que había conocido en el Primero de Mayo. Todo aquello sobre comer corazones y almas no tenía nada que ver; Howl simplemente no lo sabría.

—Dice que su nombre es Sofía –dijo Michael–. Vino ayer por la noche.

—¿Cómo ha conseguido que Cálcifer se agache? –preguntó Howl.

—¡Se ha metido conmigo! –dijo Cálcifer, triste, desde debajo de la sartén.

—Vaya, no muchos pueden hacerlo… –dijo Howl, pensativo.

Dejó la guitarra en la esquina y se acercó a la chimenea. El olor a jacintos se mezcló con el de la panceta cuando se acercó y apartó a Sofía con firmeza.

—A Cálcifer no le gusta que nadie, aparte de mí, cocine en su cabeza –dijo, poniéndose de rodillas y envolviendo su mano en una larga manga para sostener el mango–. Pásame dos rodajas más de panceta, y seis huevos, y dime por qué has venido.

Sofía se quedó con la mirada fija en la gema que colgaba de la oreja de Howl, y le fue pasando un huevo tras otro.

—¿Por qué he venido, joven? –repitió.

Después de lo que había visto del castillo, le parecía obvio.

—He venido porque soy tu nueva mujer de la limpieza.

—Ah, ¿lo eres? –dijo Howl, rompiendo los huevos en el borde de la sartén y lanzando las cáscaras a la chimenea una detrás de otra, donde Cálcifer las engullía haciendo mucho ruido–. ¿Y quién dice que lo eres?

—Yo lo digo–dijo Sofía, y añadió–: Puedo limpiar la suciedad de este lugar aunque no pueda limpiarte a ti de tu maldad, joven.

—¡Howl no es malvado! –dijo Michael.

—Sí lo soy –lo contradijo Howl–. Ahora mismo estoy siendo terriblemente cruel y retorcido –se volvió hacia Sofía–. Si tienes tantas ganas de ser útil, buena mujer, busca algunos cubiertos y quita las cosas de la mesa.

Había taburetes bajo la mesa. Michael estaba sacándolos para que pudieran sentarse y apartando todas las cosas que había encima de la mesa, y poniendo sobre ella algunos cuchillos y tenedores que había sacado de un cajón que había en uno de sus lados. Sofía fue a ayudarlo. No había esperado que Howl le diera la bienvenida, pero ni siquiera le había dicho que podía quedarse tras el desayuno. Ya que Michael no parecía necesitar ayuda, Sofía cojeó hacia su bastón y lo dejó, intentando que Howl lo viera, en el armario de las escobas. Ya que eso no pareció atraer la atención de Howl, dijo:

—Si quieres, me puedes contratar por un mes, de prueba.

El mago Howl no dijo nada más que: «Michael; platos, por favor», y se levantó sosteniendo en sus manos la sartén humeante. Cálcifer se levantó, aliviado, y llameó tan alto como pudo.
Sofía intentó convencer al mago de nuevo:

—Si voy a quedarme aquí a limpiar –dijo–, me gustaría saber dónde está el resto del castillo. Sólo he podido encontrar esta habitación y el baño.

Para su sorpresa, tanto Howl como Michael comenzaron a reír a carcajadas.
Sofía no descubrió qué era lo que les había hecho gracia hasta que casi hubieron terminado el desayuno. Howl no sólo era difícil de convencer; parecía que no le gustaba contestar ninguna pregunta. Sofía dejó de preguntarle y lo intentó con Michael.

—Díselo –dijo Howl–. Así dejará de darme la tabarra.

—No hay más castillo –dijo Michael–, excepto lo que ya has visto y dos dormitorios en el piso de arriba.

—¿Qué? –exclamó Sofía.

Howl y Michael rieron de nuevo.

—Howl y Cálcifer inventaron el castillo –explicó Michael–, y Cálcifer lo hace funcionar. Lo que hay dentro es simplemente la vieja casa de Howl en Porthaven, y es la única parte que existe de verdad.

—¡Pero si Porthaven está a kilómetros de aquí, junto al mar! –dijo Sofía–. ¡¿Pero entonces qué pretendes teniendo este castillo enorme y feo deambulando por las colinas y asustando a los habitantes de Mercado Desportillado?!

Howl se encogió de hombros.

—Qué charlatana eres –dijo–. Me encuentro en un momento de mi carrera en el que tengo que impresionar a todo el mundo con mi poder y maldad. No puedo permitir que el rey piense bien de mí. Y el año pasado ofendí a una persona muy poderosa y tengo que alejarme de ella.

Parecía una forma un tanto curiosa de evitar a alguien, pero Sofía supuso que los magos eran bastante diferentes a la gente normal. Y pronto descubrió que el castillo tenía otras peculiaridades. Habían terminado de comer y Michael estaba dejando los platos en el asqueroso fregadero cuando alguien llamó a la puerta.
Cálcifer llameó.

—¡Puerta de Kingsbury! –gritó.

Howl, que estaba caminando hacia el baño, dio la vuelta y fue hacia la puerta. Había un pomo cuadrado de madera sobre la puerta, en el dintel, con una marca de pintura en cada uno de sus cuatro lados. En aquél momento, el lado verde estaba apuntando hacia abajo, pero Howl giró el pomo de la puerta hasta que la marca roja apuntara hacia abajo. Entonces, abrió la puerta.
Fuera estaba de pie un hombre que llevaba una peluca blanca y rígida y un enorme sombrero encima. Vestía ropajes de color escarlata, morado y dorado, y sostenía un pequeño bastón decorado con cintas que parecía un sonajero gigante. Hizo una reverencia. La habitación comenzó a oler a clavo y azahar.

—Su Majestad el Rey presenta sus cumplidos y envía pago por dos mil pares de botas de siete leguas –dijo el hombre.

Tras él, Sofía vio fugazmente un carruaje aguardando en una calle llena de casas suntuosas cubiertas de adornos, y torres y capiteles tras ellas, de un esplendor que nunca había imaginado. Cuando el hombre entregara una gran bolsa que hacía ruidos metálicos a Howl, y éste la tomó, se inclinó y cerró la puerta, Sofía deseó que hubieran tardado más. Howl giró el pomo hasta que la marca verde estuvo apuntando hacia abajo, y se metió la bolsa en el bolsillo. Sofía vio que Michael seguía la bolsa con los ojos, preocupado.
Howl fue directamente al baño, y gritó: «¡Cálcifer, necesito agua caliente!» Tras eso, no salió hasta horas más tarde.
Sofía no podía aguantar más.

—¿Quién era el que estaba en esa puerta? –preguntó a Michael–. ¿Y a dónde daba?

—La puerta lleva a Kingsbury –dijo Michael–, donde vive el rey… –y añadió, mirando a Cálcifer con preocupación–: Y ojalá no hubiera dado todo ese dinero a Howl.

—¿Va Howl a dejar que me quede? –inquirió Sofía.

—Si lo has convencido, no lo admitirá jamás –contestó Michael–. Odia que lo convenzan para que haga algo.
· · ·
Bueno, se acabó. A ver si traduzco el índice para la próxima vez.
Los dos capítulos siguientes son igual mis favoritos. Y, después de ellos, la historia comienza a diferenciarse de la película.
¡Hasta la próxima!